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Una de piratas

Tanto laicismo, eh, y se ha puesto de moda hincarse de rodillas a las primeras de cambio

En mi preadolescencia escuchaba la canción de Serrat "Una de piratas" con punzante envidia. Aunque llegaba predispuesto por Espronceda, no, no quería ser un pirata. ¡Ni hablar de tatuarme en la piel a la dueña de un burdel ni presumir de atropellos que aclarar! Prefería soñar con ser oficial de la Armada. Pero la canción tenía dos cosas que me enardecían. Por supuesto, la señorita: "Hasta que un día, temblando/ en la popa de un velero,/ la encuentran, y traicionando/ la ley del filibustero,/ no reclaman el rescate/ y rehuyen el combate. […] Nadie doblegó su espada/ y bastó una mujer hermosa/ para cortarles las alas».

Lo segundo, era peor. Se trataba de estos versos: "Larga vida y gloria eterna:/ para hincarles de rodillas/ hay que cortarles las piernas". Me deslumbraba esa enhiesta gallardía, pero, a diferencia de lo de la popa del velero y la mujer hermosa, que ya llegaría, como llegó, yo no estaba dispuesto a dejar de hincar mi rodilla ante el Santísimo ni por la chulería corsaria.

Lo he recordado por lo que ya han adivinado ustedes. Tanto laicismo, eh, y se ha puesto de moda hincarse de rodillas ante los manifestantes (lo hacen los policías, los bomberos, los famosos, etc.) o ante cualquier caballero de color para pedirle perdón por los presuntos privilegios de la blancura. Me parece bien (lo digo antes de nada) rendir homenaje a cualquier víctima; pero la rodilla por la víctima de allá, teniendo tantas aquí, más las otras implicaciones socioculturales y políticas que no escapan a nadie, va a ser que no.

Momento este en que aquel sentimiento preadolescente que parecía inalcanzable renace en mi pecho con nueva fuerza. Que no, que yo no me voy a poner de rodillas. E incluso, ya puestos a desafiar al mundo, arrodillarse en el templo ha empezado, además, a ser otra manera de erguirse contra el signo de los tiempos y contra la policía del pensamiento único. Puedo afirmar, pues, cuarenta años después, que, para hincarme de rodillas por cualquier movida política o social, habría que cortarme las piernas; y, para que no me hincase de rodillas ante Jesús Sacramentado, habría que cortármelas también, pero más arriba, a mitad de muslo.

El final de la canción deviene inquietante: "No hay historia de piratas/ que tenga un final feliz./ Ni ellos ni la censura/ lo podían permitir". Espero que este artículo pase (aunque rozando el larguero) la censura. Y ya después veremos.

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