Somos lo que sentimos. Por eso nos han vuelto locos diciendo que dejáramos de aplaudir y que aplaudiéramos a un tiempo, que diéramos caceroladas, que pusiésemos lazos negros en los balcones o que montáramos una feria, que jaleáramos al pasar a las fuerzas de orden público y cuantas ocurrencias se han ido sucediendo desde que empezó el encierro. Tantas consignas contradictorias que los aburridos y desesperados que en el mundo somos, mirábamos el móvil como quien ve un Barrio Sésamo raro en el que desaparece la diferencia entre cerca y lejos y a los pobres teleñecos los vuelven locos diciéndoles a la vez "todo el mundo dentro-todo el mundo fuera". Eso parecemos, muñecos en manos de desaprensivos intérpretes de balcones. Yo sigo aplaudiendo a las ocho, cada vez más sola. Veo como se cierran los balcones y ventanas que antes se abrían para que nadie se apunte el tanto y porque nos han dicho que no estamos para aplausos ni para fiestas. Se puede aplaudir con lágrimas. Doy fe. Yo sigo porque cada día estoy más agradecida al personal sanitario y a todos los que se parten la cara ajenos a consignas de móvil. Me da igual la interpretación que se haga.

Quizás porque somos lo que sentimos han echado a los niños por fin a la calle, con la boca chica, pero los han echado. A lo mejor quieren quitarnos el miedo que ya tenemos metido en el tuétano o devolvernos la inocencia que nunca debimos de perder. Cuando amaneció el domingo me puse a mirar pasar niños como en una mañana de reyes, todos con sus patines, sus bicicletas y sus padres estrenando vida después del encierro. Un mundo que sigue siendo muy raro, sin coches, sin colegios, sin bares, pero al menos, con niños corriendo. Eso pasa hasta en las guerras que, de repente, en una plaza destruida por las bombas los niños se lían a darle patadas a una piedra y a jugar. En eso consiste la esperanza, en que una piedra se convierta en una pelota.

Queremos la normalidad que, tarde o temprano vendrá, aunque de otra manera. Será una normalidad pobre. Tengo miedo a salir de la jaula no por el virus sino por el paisaje que deja toda tragedia. Todos los gobernantes locos y cuerdos del mundo invocarán el patriotismo que es lo que queda después de la desolación. Dependerá de nosotros quitarnos el pavor que sentimos, sacudirnos las consignas vengan de donde vengan. Gritar si nos censuran. El patriotismo será convertir una piedra en una pelota. Y vivir.

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