¿Qué ha pasado?

La superioridad moral del discurso político progresista explica, mejor que nada, su derrota americana

Con el paso de los días, se abren pequeños resquicios en el espeso muro de desconcierto que levantó la victoria de Trump. Cuentan que, al conocer su fracaso, Hillary Clinton tuvo un ataque de ira y empezó a insultar furiosa a tirios y a troyanos (The American Spectator). No fue la única. Se han dado explicaciones ofensivas del resultado. Pero aparecen, poco a poco, respuestas más analíticas.

La mejor, la de Tom Walke, en el papel de Jonathan Pie, un reportero satírico. No es extraño: los bufones hemos sido siempre los primeros en atrevernos con la verdad insólita. Según Walke, la clave está en la superioridad moral de la izquierda, que no deja que ninguna idea ajena entre en el debate político. Se la tacha, literalmente, de racista o de machista o de fascista o de inmovilista o de etnocentrista…, y sigue con la lista. Negra.

Eso ha ido creando bolsas de ciudadanos excluidos del foro público, que han encontrado en Trump al único (podría ser mucho mejor, pero era el único) que se atrevía a representarlos desde fuera del cerco de lo presentable. El golpe maestro de la campaña de Trump lo dio Hillary, precisamente, cuando los llamó "deplorables". Trump lo cogió al vuelo: aceptó el "descalificativo". Y nada tiene la potencia de un insulto asumido como una definición.

Hace ya muchos años, Clint Eastwood acababa una película con su personaje solitario sentado en las escaleras del Capitolio diciéndose: "Soy blanco, hombre, heterosexual... No tengo nada que hacer en este país". Esos excluidos han ido aumentando (católicos, pequeños propietarios, amas de casa, pro-vida, personas corrientes...) y lo peor es que, como expone David Marcus citado por Cristian Campos, da igual lo que piensen. Son deplorables por ser de esos grupos, automáticamente. Trump los ha invitado a volver a contar, a reincorporarse a la historia, a alzar la voz. "Por eso, Trump era sentido desde lejos como un liberador, como algo refrescante", ha escrito Hughes.

Si el progresismo continúa empeñado en silenciar con desdén e insultos cualquier postura contraria a su programa, además de regalar gratis a tantos votantes como desprecia, que son innumerables, los hará inmunes al debate de las ideas y, por tanto, estancos a su propaganda. La censura blanda pero implacable de lo políticamente correcto se ha pasado de rosca y se ha vuelto contraproducente. O el progresismo renuncia a su superioridad o la pierde.

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