EL Congreso acaba de prohibir en la práctica que los padres puedan dar un cachete a sus hijos, y yo lo vivo como una derrota. No porque sea padre, sino porque soy hijo, de aquella época en la que la palabra cachete no hubiera llegado para abarcar las reprensiones que caían sobre nosotros. Más de un cachete recibimos y, debo ser sincero, no recuerdo ninguno más que cuando salen estos temas, odio el maltrato de todo tipo y arrastro fama de buena gente. Quiero decir que no tengo secuelas, ni odio lo que mis padres hicieron de mí, al revés. Ahora, la ley dice que los progenitores deben educar "respetando la integridad física y psicológica" de los hijos. Entonces, ¿qué hacemos o le decimos al salvaje que no para de patear a sus primos, insultar a sus compañeros de colegio o manda callar o pega a sus respetuosos mayores? ¿Razonar? Me parece que hay pocos remedios tan eficaces como el de, por lo menos, meter miedo primero.
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