ES sabido que la ópera tiene muchos detractores, pero, también, innumerables y apasionados incondicionales, algunos de los cuales lindan con el fanatismo. Lo que es yo, nacido en un hogar donde el drama lírico se medía con no poca resistencia dado el clasicismo de sus moradores, sufrí una extraña evolución que comenzó en mi primera juventud con el desdén por lo artificioso de su expresión artística, llegando en mi edad madura a apreciarla con razonable y creciente afición. El litigio entre ambos bandos es antiguo y a veces encarnizado, si bien su cimentado prestigio de cuatro siglos o más le permite enfrentar la flamante modernidad en condiciones de inamovible fortaleza.

Periódicamente, sin embargo, afloran disputas como la que he podido leer en El País en estas últimas semanas. Todo comenzó por un artículo de mi admirado poeta José Manuel Caballero Bonald, quien de manera vehemente, deliciosamente suya, manifestaba sus reparos al valor artístico de la ópera, confesando, no obstante, que sólo había asistido a dos en su vida, Carmen, de Bizet y Tancredi, de Rossini. Ello provocó que el conocido y talentoso compositor contemporáneo, José M. Sánchez Verdú, le dedicara una amable reprimenda, donde le advierte que, además de las dos obras citadas, "hay miles de propuestas enormemente distintas, variadas y mucho más ricas, hasta hoy mismo -como en la poesía- que permiten aprehender su actualidad de una forma interdisciplinar en la que la música convive con las más altas expresiones de la literatura, el teatro, la arquitectura o las nuevas tecnologías", terminando por invitar al poeta "a que no pasen otros veinte años para su próximo encuentro con la ópera".

Es indudable que hay algo estereotipado y grandilocuente en las manifestaciones operísticas. Lo describe agudamente Leonard Warren en un artículo publicado hace tiempo en un periódico neoyorquino: "Los tenores son nobles, puros y heroicos y consiguen el amor de la soprano, siempre que ella no haya expirado trágicamente antes de la bajada del telón. Pero en la ópera, los barítonos son villanos de nacimiento".

Y si escuchamos a Wagner, para degustar al genio, debemos soportar horas interminables consumiendo sus largos, aunque bellísimos monólogos, además del riesgo de lo grotesco, cuando la contralto de pechos abultados y cuerpo voluminoso de valquiria se deja seducir por un tenor que parece famélico a su lado.

A pesar de todo, melómano empedernido, mi amor por la música me transporta y abstrae hasta las lágrimas.

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