Los colonos puritanos de Nueva Inglaterra, en el siglo XVII, prohibieron la celebración de la Navidad porque les parecía una fiesta propia de paganos y de idólatras. Un gobernador de Massachusetts llegó a imponer una multa de cinco chelines -una cantidad muy elevada en esa época- a quien participara en el impío jolgorio navideño. Y en Inglaterra, el puritano Oliver Cromwell también prohibió la Navidad después de cortarle la cabeza al rey Carlos I. El Parlamento proclamó ilegal toda celebración navideña por ser un rito "papista y decadente", e incluso se prohibió que la gente cantara villancicos.
Esta visión sombría de la vida no ha desaparecido, claro que no. Y ahora suelen ponerla en práctica todos aquellos que desconfían de la alegría y de las reuniones familiares porque las consideran una ostentosa y obscena exhibición de privilegios. Para el intensito -o intensita- medio, obsesionado por el cambio climático, el maltrato animal y el terrorismo machista -para esa gente, El cuento de la criada no es una ficción sino una dolorosa realidad-, toda celebración navideña es una muestra despreciable de consumismo capitalista. Ese desprecio funciona además como una especie de afrodisíaco moral que te permite sentirte superior a los demás. Y así, el hípster que se tatúa el cogote con la palabra "amor" en maorí -hay que exhibir el amor incondicional hacia la Madre Tierra- está convencido de que la Navidad es una fiesta pequeño burguesa que apesta a convencionalismo rancio. Y es que la Navidad simboliza todo lo abominable que hay en el ser humano: la alegría (que es una emoción perversa que olvida el trágico sufrimiento de millones de personas condenadas a vivir en la marginalidad y en la pobreza); la familia (esa cárcel invisible que nos inocula los peores sentimientos, los más egoístas, los más retrógrados); y sobre todo, el peso de la tradición (esa fuente de injusticia y de incultura que nos convierte en borregos).
Lo malo es que el ser humano ama la alegría, ama las reuniones familiares y ama el peso de la tradición. Cuanto más desesperada está una persona, más ama el dispendio, el jolgorio y las celebraciones ruidosas. Nadie añora esa vida lúgubre y solitaria que entusiasma a los "hípsters". Y hay que estar muy amargado para odiar la alegría compartida frente a un árbol de Navidad.
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