la ciudad y los días

Carlos Colón

Uno de noviembre

UN momento de soledad en la salita sin sofá y sin butacas, sólo cuatro sillas en torno a la mesa camilla situada ante el balcón, mientras se oye trastear en la cocina de la que poco a poco va llegando olor a café. Suena bajito la radio desde un mueble bar en el que se alinean libros de Plaza y Janés, Planeta, Molino -Van der Meersch, Baum, Gironella, Christie, Benoit, Du Maurier- con la marca del progreso de su lectura en el ángulo superior derecho, que mi tía doblaba para señalar el punto en que el trabajo la reclamaba o el sueño la vencía.

Ha caído sobre la tarde la noche temprana de principios de noviembre. No se ha encendido aún la lámpara de pie con vástago de madera que proyecta su protector círculo de luz sobre la camilla, dejando el resto de la habitación en una penumbra que hace más acogedor el recogimiento en torno a la mesa. Sólo alumbra la salita el tenue resplandor de las luces de los escaparates de los comercios y de la solitaria bombilla que cuelga en el centro de la plaza de un cable tendido de fachada a fachada, protegida por una montura negra que me recuerda los grandes luceros negros de las barcas sardineras que veía en el puerto de Algeciras cuando me arrancaban de Sevilla. Las noches de viento y de lluvia el baile de la solitaria bombilla hacía bailar las sombras de los balcones sobre las fachadas de las casas regionalistas.

También alumbra la salita el tenue resplandor amarillento de la luz de la cocina, casi siempre encendida porque da a un estrecho y alto patio de luz que no hace honor a su nombre. Cuando se apaga se oyen pasos blandos de babuchas de paño por el pasillo. Sobre la camilla de cisco, con su alambre para que algunas prendas pequeñas se sequen aromatizadas de alhucema, mi abuela pone las dos tazas cartujanas de craquelada loza amarillenta con dibujos negros y un platito con galletas María. Como es de un pueblo de Jaén a veces merendamos un hoyo, cacho de asentado pan grande al que se le quita la miga para rellenarlo de recio aceite verde oscuro. Si algún pariente de visita los traía envueltos en papel de estraza, la merienda tenía el jiennense sabor a aceite y matalahúva de los ochíos.

Muere la tarde despacio tras los cristales. Se oyen los toques de difuntos de la espadaña de San Juan de la Palma y de la torre de San Pedro. Seguras en el cuarto de baño, porque mi abuela tiene horror a los incendios, arden las lamparillas de aceite, una por cada miembro de la familia. Las de llamas quietas son de almas bienaventuradas; las que chisporrotean, de las que aún están penando en el Purgatorio. Y si alguna se apaga… Para ésa no hay esperanza.

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