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La ciudad y los días

Carlos Colón

El negocio de los mirones

Aveces los tribunales escandalizan dictando sentencias que fuerzan la interpretación de las leyes hasta descoyuntarlas. Fue el caso del tribunal valenciano que absolvió a una periodista, a su productora y al canal que emitió las imágenes de la acusación de utilizar una cámara oculta para desenmascarar un asunto de intrusismo profesional. El tribunal resolvió que se trataba de periodismo de investigación, que no se había vulnerado el derecho a la intimidad ni a la imagen de la demandante y que lo correcto del procedimiento quedaba demostrado por las actuaciones penales por delito de intrusismo que el reportaje originó.

A veces los tribunales transmiten seguridad dictando sentencias que enmiendan estas forzadas interpretaciones. Es el caso de la resolución del Tribunal Supremo al estimar correcto el recurso de la demandante antes citada -la mujer grabada por una cámara oculta- contra la sentencia anterior; y al establecer, sentando jurisprudencia, que la "difusión en televisión de imágenes captadas con aparatos ocultos de captación de imagen y voz, sin consentimiento del interesado, supone una intromisión ilegítima en la esfera de la intimidad que afecta también a los demás derechos fundamentales mencionados en la demanda"; y que "no está justificada por el ejercicio del derecho a comunicar libremente información".

Traerá cola la cosa, porque las televisiones justifican siempre con la libertad de información lo que puede tener algo de ello, desde luego, pero muchísimo más de espectacularización. La cámara oculta es el colmo del voyeurismo que las televisiones fomentan con o sin excusa informativa. Hay un voyeurismo pactado y reglado, como en el caso de los concursantes que voluntariamente se dejan grabar encerrados en una casa o confinados en una isla. Hay un voyeurismo espía, cuando la persona grabada desconoce que la están grabando. A ellos se añade ese voyeurismo cotilla de las cámaras que asaltan a quienes no quieren ser grabados, atosigándoles y persiguiéndoles mientras un reportero les hace preguntas indecentes hasta lograr que se desespere y les diga alguna grosería; o que, mejor aún para el espectáculo, les zarandee: entonces, con la carnaza del día capturada, se retiran satisfechos.

Estos cámaras y reporteros, ya lo sé, son la carne de cañón de los señores y señoras -tan serios, tan profesionales- que presentan los programas, los producen o gestionan las empresas televisivas (o de los pelapájaros que gestionan las televisiones públicas). Ellos son los responsables de una situación que esta ley corrige en parte. Ojalá sea un principio.

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