Por bárbaro que nos parezca, el análisis del historiador catalán Agustí Colominas ("Sin muertos la independencia de Cataluña tardará más") no deja de ser lógico. Es un fenómeno conocido que cuando los procesos separatistas se enquistan y se frenan, precisan mártires que los revitalicen y aceleren. Su discurso, tejido sobre experiencias históricas anteriores, es, pues, coherente.

Tanto, al menos, como esta otra consigna que late bajo las políticas económicas auspiciadas por la ultraizquierda: "La revolución necesita a los pobres". Así, sin ambages, lo afirmó Giordani, antiguo ministro para la Planificación de Venezuela. Su colega Héctor Rodríguez Castro, entonces ministro de Educación, fue más lejos en la formulación del principio: hay que liberar al pueblo de la indigencia, dijo, aunque con un límite: "no es que vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarla a la clase media para que después aspiren a ser escuálidos". (En Venezuela, escuálidos son los "voraces" opositores al régimen chavista, a los que don Hugo quiso llamar escualos y acabó -su cultura no daba para más- denominándoles de este paradójico modo). Y es que nada hay más peligroso para el triunfo de los postulados revolucionarios que la existencia de una extensa y sólida clase media: ésta garantiza una estructura social libre, estable y democrática, desanima el intento de aventuras trasnochadas y aporta un horizonte de bienestar inadmisible para quienes persiguen dinamitar el sistema. No puede ser casual, por tanto, que los gobiernos de la izquierda radical terminen siempre en coyunturas críticas. Me resisto a creer que ese resultado recurrente sea producto de una torpeza fatídica. Más bien me malicio que el empobrecimiento que sus medidas inexorablemente producen está en la ruta predeterminada del camino revolucionario. Así lo entendí cuando Zapatero se empeñó en negar la realidad y nos colocó al borde del precipicio. Así también lo entiendo ahora, cuando media España le advierte a Sánchez que sus proyectos nos abocan a la ruina, al aumento del paro, a un nuevo escenario desolador.

No, tontos no son. Se ciñen al manual: su victoria nos necesita arruinados, segmentados en clases alejadas y estancas, indignados, privados de una bonanza a la que temen como los gatos al agua. Desengáñense, ellos saben que nuestra miseria les es imprescindible y, para asentarla, no habrá estupidez que eludan ni canallada que no perpetren.

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