Edgar Allan Poe publicó en 1842 uno de los mejores cuentos que se han escrito nunca sobre una plaga, ese nombre antiguo que se daba antes a las pandemias. Se titula La máscara de la muerte roja y leerlo hoy en día provoca un desasosiego muy distinto al que producía leerlo en épocas de tranquilidad y bonanza. El relato cuenta la historia del príncipe Próspero, que se ha refugiado con un millar de damas y caballeros de su corte en una abadía fortificada para huir de la plaga -la muerte roja- que está devastando su país. Allí, seguros de que no van a contagiarse, los nobles se entretienen como buenamente pueden. Un día, aburridos, deciden organizar un baile de máscaras. Todo va bien hasta que a medianoche aparece una figura sombría que lleva una máscara manchada de sangre. Furiosos, el príncipe y sus cortesanos persiguen a la figura misteriosa. Y cuando consiguen atraparla, se dan cuenta de que debajo de la máscara no hay nada. O sí, porque evidentemente… Bueno, no revelaremos el final. Es fácil de adivinar.

Está claro que estos días hemos llegado a ese momento en que se aparece una figura espectral en medio del salón del príncipe Próspero. Hasta ahora nos creíamos medianamente seguros, pero ahora ya nadie puede creerse a salvo del mal (a no ser que haya conseguido vacunarse, cosa que en nuestro país sucede a un ritmo demasiado lento). Todos conocemos casos de personas que han tenido que ser hospitalizadas y que están pasando la enfermedad encerradas en su casa. Por fortuna los casos más graves no son los más abundantes, pero todos tenemos miedo a sufrir alguna de las temidas consecuencias del Covid-19: los trombos imprevistos, la fatiga corporal que se perpetúa durante meses, las lesiones permanentes en los pulmones…

Todos sabemos-o deberíamos saber- que una pandemia como ésta ha desbordado todas las previsiones de las autoridades. Pero aun así, ver la absoluta irresponsabilidad con que se comportan muchos políticos -sobre todo al más alto nivel-, ver cómo siguen enrocados en sus batallitas ideológicas -puro postureo, igual que los bailes de máscaras del príncipe Próspero-, y ver cómo el sufrimiento de la gente parece importarles un pimiento, es algo que está calando muy hondo en la gente. Y si algún día todo esto estalla -y al paso que vamos, estallará-, vamos a ver cosas feas. Muy feas.

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