Podría decirse que San Fernando llega algo más que tarde, exactamente 29 años después de su fallecimiento, a reconocer la figura de su artista más universal, la de Camarón de la Isla, pero lo importante es llegar. El viernes el tiempo se detuvo un instante junto a la Venta Vargas ante su familia y amigos como Curro Romero, mientras Cepero dejaba volar su imaginación con Hechizo andaluz. Sólo el grito de un Rancapino emocionado, sentado junto a Tomatito, rompió el respetuoso silencio ante la antológica guitarra de Paco para resumir el sentir del respetable: "¡Ole Cepero!" Nadie desafinó. La Isla saboreaba la escena porque el tiempo dejaba de ser una amenaza para Camarón y porque honrará su memoria con un museo a la altura de la leyenda del afinador del cante más genuino. Todos deberíamos aprender, porque esta provincia rara vez sabe distinguir a sus artistas en vida como merecen, bien por malaje, bien porque los tenemos tan cerca, que no sabemos apreciarlos, hasta que se mueren. Que le pregunten a Manolo Sanlúcar en su tierra, donde unos vecinos, a estas alturas de su trayectoria, tratan de convencer al Ayuntamiento para que su nombre ocupe el lugar que merece. Y ahí están los jerezanos, suspirando por su Ciudad del Flamenco veinte años después o pensándose si adecentar, por citar a una de sus imprescindibles, la casa natal de Lola Flores donde sólo falta el cartel de Se vende. Algo similar pasa en Chipiona con Rocío Jurado. El proyecto de su museo, que también se gestó a partir de su muerte, lleva quince años en el limbo.

Nuestros dirigentes no ignoran a los favoritos del pueblo por desprecio, simplemente no se puede querer lo que se desconoce. Hasta Paco de Lucía tuvo que morirse para que Algeciras le dedicara un fantástico festival. El guitarrista más grande que ha parido este país era un gran tímido, como Camarón, pero su ciudad siempre tuvo las ideas claras con él y también fue clave la sintonía entre el Ayuntamiento y su familia para que disfrutara de reconocimiento también en vida. Su caso es la excepción. Otras ciudades con menos aprecio por sí mismas se disputan el récord de pasotismo con su gente. La capital aún no ha encontrado el momento para distinguir a su patriarca de los cantes gaditanos, Juanito Villar, como Hijo Predilecto. Y la irrepetible Mariana Cornejo se murió con la pena de pregonar su Carnaval. Tanta desidia no sólo la sufren los flamencos. Parece que nos falta algo más que un tornillo a tenor de que lo único que se nos ocurrió con Falla es rotular un teatro con su nombre y concederle una placa en su casa. Nos encantan las placas. Igual un día alguien cae en la cuenta, sin necesidad de esperar veinte años, de que El Barrio lleva lustros paseando el nombre de Cádiz ante más público en directo que nadie. O igual no.

En el fondo, nos da lo mismo que siga siendo un misterio el día en que Cádiz tendrá su Museo del Carnaval, aunque sí sepamos que lo hará mucho después de que sus autores arrastren a una legión de aficionados con coplas de toda una vida. Lo más triste es que además del retraso acuulado, ahora se parte de un presupuesto tan pobre que, a lo sumo, tendremos un sucedáneo de la rompedora idea original. Siempre se dice que en esta provincia hay que morir y es cierto: es la única manera de que hablen bien de uno y no siempre, como ya sabemos.

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