David Fernández

Director de Diario de Cádiz

Una lección olvidada

La clase dirigente, desde el presidente del Gobierno al alcalde de Cádiz, expresó ayer su hondo pesar por la muerte de nuestro gaditano más ilustre, el jurista José Pedro Pérez-Llorca. Todos a una, como si quisieran inclinarse ante el rey del consenso y uno de los padres de la Carta Magna, expresaron sus condolencias a la familia, a la vez que resaltaron sus logros y sus agudas reflexiones en aras del entendimiento. Su contribución a la democracia fue subrayada coralmente desde lo que pareció un sincero homenaje. Pero este tributo contrasta con la política de bajo perfil que reina hoy en el Congreso. La dialéctica hace tiempo que quedó arrinconada por los insultos y el trazo grueso, nada que ver con la política con mayúsculas que representaba la generación de Pérez-Llorca, entre otras razones, porque hoy nuestros dirigentes son incapaces de tomarse ni siquiera un café para acercar las posturas más irreconciliables. Antes prefieren tacharse de fachas y golpistas que asumir su responsabilidad y sentarse a analizar lo que en realidad importa. La generación de Pérez-Llorca no contaba con tantos asesores, ni expertos en comunicación. Apenas se preocupaba de la imagen y por entonces ni imaginaba lo que sería Internet. Le bastaba con la palabra, la negociación y la mano izquierda.

Relata Fernando Ónega con maestría en su libro Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez, el papel esencial que jugó José Pedro para desatascar, con su talento y su brillo personal innatos, las discrepancias de fondo entre la UCD y el PSOE, durante unas jornadas en las que la tensión llevaba a las distintas formaciones incluso a abandonar temporalmente la Comisión Constitucional. Tras muchos debates absurdos, por ejemplo, sobre si se debía fijar la mayoría de edad en la Carta Magna o hacer referencia al terrorismo, Adolfo Suárez, que para entonces ya había depositado toda su confianza en Pérez-Llorca como defensor de las líneas maestras del Gobierno, decidió organizar la famosa cena del consenso. Gracias a la voluntad de hierro de aquella clase dirigente, en el restaurante José Luis, se pactó de una tacada la redacción de dos docenas de artículos entre Fernando Abril y Alfonso Guerra, con Pérez-Llorca, entre otros, de hábil moderador. Abril y Guerra acordaron los contenidos y Peces-Barba y Pérez-Llorca los pusieron negro sobre blanco, ganándose la suma, paulatinamente, del resto de fuerzas.

La Constitución cogió velocidad de crucero, aunque fueron necesarios muchos más encuentros –y otras tantas cenas–, no exentos de obstáculos, como una filtración que obligó a los ponentes a reunirse en secreto. La casa de Pérez-Llorca se convirtió entonces en un improvisado restaurante clandestino en el que por fin pudieron trabajar sin miradas incómodas alrededor y con las delicias, especialidad de la casa, sobre la mesa. El fino analista no sólo era de los mejor preparados técnicamente: tenía clara la estrategia y propiciaba, como buen diplomático, el ambiente idóneo. Hasta su despacho de abogado fue utilizado para negociar. Y así se convirtió en el gran conseguidor por su capacidad para aglutinar haciendo gala de los pactos alternativos, lo que él llamaba “canales de comunicación interna”, algo que también puso de manifiesto en los pactos de la Moncloa que blindaron la estabilidad económica y social. Si un plan fallaba, siempre tenía otro. Y conste que era capaz de discutir con el adversario en el Congreso hasta el infinito, pero como hombre tranquilo, poseía la visión del largo plazo y jamás renunciaba al diálogo por excelencia. Lo que sufrimos hoy es justo lo contrario, a unos líderes miopes que se empeñan en llevar la discusión política al terreno de lo personal hasta cortar toda comunicación, como niños en el recreo. Pérez-Llorca, en cambio, jamás renunciaba a los puentes.

Éste era el talante de nuestros representantes incluso en el último ayuntamiento hasta hace pocos años, cuando era habitual la imagen de los portavoces de los grupos tomando cañas de vez en cuando. Lo que ocurría en el pleno, ahí quedaba, y el resto del tiempo lo dedicaban a tratar de acercar posiciones. Pero ahora la inmensa mayoría parece poseída por unos cristalitos en las tripas que sólo les lleva a la confrontación, cuando no a denunciarse en los juzgados o a desacreditarse con campañas irresponsables en las redes, para tratar de lograr por los caminos más perversos lo que les negaron las urnas.

Con la pérdida del padre gaditano de la Constitución y la de tantos otros de su generación, este país queda huérfano de una manera de entender la política desde otro molde y desde una dimensión mucho más generosa y ambiciosa en el mejor sentido de la palabra. El propio Pérez-Llorca no ocultaba su disgusto al contemplar el clima de “crispación” que se respira en la política española, con desafíos tan importantes como el órdago independentista catalán abierto en canal. Si de verdad Pérez-Llorca es un espejo en el que todos quisieran mirarse, como ayer dejaron entrever con sus tuits apresurados, nuestros representantes tan sólo tienen que recuperar ese deseo común de generar un ambiente de entendimiento para superar los retos que este país tiene por delante. Solo así se podrá llevar a cabo esa reforma constitucional que con buenos ojos vería la sociedad española, y otros pactos de Estado que no pueden esperar mucho más, como el de las pensiones o la educación. Hoy, el mejor homenaje que le pueden dedicar todos ellos a Pérez-Llorca es sentarse a negociar, situándose en la piel del rival y renunciando a parte de sus planteamientos en favor del pacto. Si los padres de la Constitución pudieron esquivar los forcejeos hasta lograr un texto aplaudido por todos, fue gracias a la mediación y al compromiso por sumar, al espíritu del Transición que Pérez-Llorca encarnaba mejor que nadie. Justo la lección que han olvidado nuestros políticos.

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