Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El lado oscuro

LOS franceses andan muy preocupados por el resultado de una encuesta publicada por el rotativo Le Parisien sobre las expectativas políticas en las presidenciales. Las estadísticas apuntan a que Marine Le Pen, hija de Jean Marie y sucesora de su imperio ideológico, el Frente Nacional, obtendría un 23% de los votos, frente al 21% de la socialista Martine Aubry y, atención, el pocos más del 20% de Nicolas Sarkozy. Tanta sorpresa ha causado el adelantamiento de la ultraderecha que el propio periódico se ha comprometido a corregir la fórmula estadística del vaticinio y a incluir los nombres de otros candidatos con menos posibilidades de lograr la mayoría para comprobar si así, con más platos que llenar, el puchero de los votos se reparte en proporciones más prudentes. Pero hay antecedentes: en 2002 papá Le Pen consigió disputar a Chirac la segunda ronda de las presidenciales, tras apear de la carrera al socialista Jospin.

En España no sabemos cuál es la simpatía que despierta la extrema derecha, no porque no exista, sino porque deambula medio encriptada en los márgenes más azules del partido que abarca, en una especie de monopolio conservador, todas las derechas posibles, el PP. En España es imposible saber, al menos en cifras, qué espacio ocupan las ideas ultraderechistas y cuál es el auténtico riesgo de trascendencia. No porque no lo haya o no sea pujante, qué va. La existencia de un frente duro que suscribe los tópicos nacionalistas y xenófobos de la ultraderecha europea es cada minuto más evidente. Es más, en los últimos tiempos la propaganda ultra se difunde entre nosotros con una preocupante impunidad. La diferencia respecto a Francia o Austria es que la difusión no la amadrinan unas siglas ni unos líderes con nombre y apellidos sino cadenas de radio y televisión que afortunadamente se desvanecen (o descansan) cuando acaba la programación o se suceden los intermedios. Y si hay radios y televisiones hay presuntos periodistas, en realidad ideólogos puros pero tan zafios y vocingleros que no se atreven a tentar un liderazgo.

Hace años, conversando sobre este fenómeno con el entonces presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, defendía que era positivo, muy positivo, que la extrema derecha viviera ahormada en España en un partido democrático y no campara libre en el arco electoral pues redaños ni peligros le faltaban. Maragall llevaba en parte razón. La sujeción de las ideologías extremas a las prácticas democráticas supone una garantía de que la acción política no romperá ciertas fronteras. Aunque también tiene su desventaja: nunca sabremos quiénes son, cuál su grado de influencia real y qué parte alícuota de sus propuestas asumirán en la práctica los receptores de sus votos. Y esa es la gran merma de confianza que padece la derecha civilizada española.

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