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opinión

Manuel Chaves

Un intelectual irreductible, un heterodoxo apasionado

Aunque corra el riesgo de parecer indelicado, creo que, en la hora de la muerte de Jorge Semprún, debo compartir con los lectores mi primera sensación como compañero que fui de él en aquel Gobierno de Felipe González. Y es que Jorge Semprún me pareció, cuando lo vi por primera vez en la sala del Consejo de Ministros del Palacio de la Moncloa, un pato fuera del estanque. O, por ser más preciso, fuera de su estanque.

Así es porque Jorge Semprún era -y ciertamente cuesta trabajo hablar de él en pasado- un intelectual irreductible, un espíritu libre, un heterodoxo apasionado. Sólo así se entiende que siendo de familia aristócrata pudiera ser durante años el militante comunista cuyo nome de guerre era el muy llano de Federico Sánchez, del que dejó cuidado y polémico aunque sin duda imprescindible testimonio en sus obras en las que autobiografió su paso más bien azaroso por la política.

Confesaré también una segunda sensación, que sin duda compartirán conmigo los compañeros de aquel Gobierno y también los miles de seguidores de Semprún: el embeleso que provocaban sus intervenciones en el Consejo de Ministros. Incluso desde el desacuerdo, aquel ministro de Cultura levantaba la expectación de todos, la atención fija e invitaba a la reflexión profunda.

Aquel brillante escritor, aquel milagroso superviviente de Buchenwald, era para nosotros historia viva de Europa y ejemplo incontestable del intelectual comprometido con los valores del humanismo y de la izquierda.

Bien es cierto que no ocultó las contradicciones que la militancia política nos impone a todos, también a quienes, equivocadamente o no, consideramos que es mejor mantenerlas en un segundo plano. Tal vez por eso, su testimonio es particularmente interesante: su naturaleza rebelde -rebelde hasta en las situaciones más extremas- fue sin embargo compatible con el hermoso compromiso que mantuvo hasta el final de sus días, con los valores de la libertad, la tolerancia y la confianza en la humanidad, a pesar de los pesares (y algunos de los más deleznables de ellos los vivió siendo apenas un chaval).

He leído, en fin, que con Semprún se pierde parte de la memoria de un siglo de Europa. Es una forma de verlo, pero tengo otra: Jorge Semprún ha mantenido a lo largo de toda su vida la llama de la resistencia, de la no rendición ante la adversidad, de la tenacidad por mantener en pie sus más íntimas convicciones.

Tal vez su muerte, tan dolorosa, nos sirva, pese a todo, para poner en valor su memoria y su amor a la vida que creo, sinceramente, es el mayor legado de su obra.

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