EL primer ministro de Irlanda del Norte (Ulster), Peter Robinson, ha presentado la dimisión del cargo durante seis semanas -prorrogables- para mantenerse al margen de la investigación sobre el escándalo sexual que protagoniza su esposa, Iris, también diputada, que favoreció a su joven amante consiguiéndole 50.000 libras y la licencia para abrir un café.

No creo que seis semanas sean suficientes para que los irlandeses olviden un caso de película. Tiene todos los ingredientes para un buen filme: la señora fue amante de un vecino carnicero al que, en su lecho de muerte por cáncer, prometió cuidar de su hijo adolescente. Le cuidó con tanta dedicación y mimo que se convirtió en su amante, sin importarle que, por edad, podía ser su nieto. Un amor sin límites.

Lo malo, para ella, es que hubo algo más que sexo. Iris ayudó al hijo del carnicero utilizando sus cargos de diputada y concejala para allegar fondos de dos promotores inmobiliarios a fin de que pudiera montar su negocio de cafetería y para que se hiciera con la concesión municipal de explotación en un nuevo parque local. Ya no estamos, pues, ante la aventura privada de la mujer de un político relevante que les afectaría a ellos y a nadie más, sino ante el adulterio de una política en activo que, aparte de ponerle los cuernos a su poderoso marido, hace tráfico de influencias desde sus cargos públicos .

Hay otro elemento peliculero que le perjudica. Iris Robinson, protestante pentecostal de armas tomar, defensora de la tradición y el puritanismo, echaba mano de la Biblia con frecuencia, fuera para condenar a los homosexuales por abominables y repulsivos o para criticar a Hillary Clinton por haber perdonado las infidelidades de Bill, precisamente lo que ha hecho su esposo ahora con ella. Iris pregonaba una cosa y hacía la contraria. Si mal no recuerdo, eso se conoce como hipocresía. Suele ocurrir. Antonio Gala escribió hace años que el puritanismo y el desmadre son hermanos siameses unidos por la espalda. O por otro sitio.

Pero el asunto es de película incluso literalmente. Por uno de esos azares que la realidad busca para hacerse más sugestiva y fantástica, la ardiente consorte del primer ministro del Ulster toma el apellido de su esposo y se llama nada menos que Mrs. Robinson, exactamente igual que la protagonista de El graduado, una hastiada ama de casa norteamericana (Anne Bancroft) que seduce a un jovencito inexperto (Dustin Hoffman) mientras Simon y Garfunkel cantan "escóndelo en un sitio discreto, donde nadie lo encuentre, mételo en la despensa, con los bizcochos".

Tampoco Mr. Robinson tiene medio pase. Escenificó que perdonaba a su esposa, pero solamente cuando se enteró que la BBC iba a hacer público el escándalo. Todo de cara a la galería.

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