SI dejáramos las decisiones arbitrales en el fútbol a las máquinas, a los vídeos, a los programas de ordenador que son capaces de adivinar hasta la intención del defensa al tocar la pelota con la mano, el deporte rey habría empezado a morir. Aunque no es seguro que su muerte fuera algo lamentable tal como están las cosas ahora. Habría empezado a morir porque, aunque el principal ingrediente son los partidos, ya sea vistos en los estadios o por televisión, lo que sustenta la vigencia increíble de esta actividad nacida como simple diversión es el comentario del día siguiente en las cafeterías, en las reuniones de amigos o en los centros de trabajo, los que vayan quedando en este país. Y no hay comentarios, no fluye esa sangre que da vida a este fenómeno universal, si un juez cibernético infalible dictamina, sin posibilidad de recurso, cuándo una caída es penalti o no, o cuando un defensa habilita a un delantero para evitar el fuera de juego.
Si esta perversa intención llegara a materializarse, como propagan algunos, los partidos, la emoción, la rivalidad no se acabaría con el pitido final, pero quedaría tan mitigada que al día siguiente en las cafeterías, el vencedor por decreto de la moviola tendría el terreno libre, y al vencido sólo le quedaría la posibilidad de agachar la cabeza. En cambio, cuánto más justo es lo que sucede ahora. El partidario del equipo derrotado no tiene por qué asumir lo inevitable, aún se le permite ese espíritu levantisco e inconformista que marca el estado moral de las naciones. "Perdimos, pero nos robaron el partido", podrá decir, y defenderlo con los razonables argumentos que quedan ante un hecho dudoso. "Fueron más goles, sí, pero ¿y si el árbitro hubiese pitado aquel penalti cuando el partido iba sólo uno a cero? Eso lo habría cambiado todo". Y esta posibilidad nos deja el consuelo que necesita todo derrotado. No olvidemos que el fútbol es, sí o sí, trasunto de la vida. ¿Y qué sería de nosotros sin dudas o inconformismo?
Comentar
0 Comentarios
Más comentarios