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Relatos de verano

Carmen Camacho

Las extrañas

En Ciudad de México, en metro Insurgentes, hay un puesto ambulante de antojitos. En él cuelga un cartel donde puede leerse, a grandes letras, una excelente noticia: "De cerca nadie es normal". En un mundo de estándares que oprimen el cuerpo y el carácter, las personas "normales" pueden llegar a ser, hasta para sí mismas, los seres más imprevisibles y raros. Érase una vez una chica "normal" que se presentó a un casting para el papel de mujer rara. Ésta es la historia de una extraña entre las extrañas. Éste es un homenaje al terror castizo del genial Edgar Neville.

Dibujo de Rosell

Dibujo de Rosell

Leí el anuncio en el tablón de la Facultad: "'CASTING PARA PELÍCULA. REMAKE DE LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS. SE BUSCA MUJER DE APARIENCIA EXTRAÑA. INTERESADAS, PRESÉNTENSE HOY A LAS 18:00 EN EL PARANINFO". Yo, que soy tan normal, tan simétrica, casi exacta, me presenté. Tenía mis motivos:

Uno, me aburría. Para presentarse a un casting de frikis hace falta estar muy aburrida. Hacía media hora que la espera para la revisión del examen de Civil había superado el umbral de lo eterno, y yo no soporto esperar, ni las revisiones, ni los exámenes, ni mucho menos al de Civil. Pero lo que menos soporto son las antesalas como aquella, con esas láminas enmarcadas, humeantes, humillantes, de la flota española haciendo aguas en Trafalgar. Las antesalas, con su olor a precaución de pino, sus dispensadores eléctricos de lágrimas y el frío mal fregado, agarrotan, agotan, desesperan, pesan, deprimen, dan carraspera. Convierten cualquier tarde en un invierno.

Dos, por la película. La torre de los siete jorobados, de Edgar Neville, me encanta, es una paranoia. La vi hace años, de chica. La volví a ver hace poco, con Patri, en Filología. Yo la hubiera titulado Alicia en el Madrid de las maravillas. Esa peli española del año del chotis (literal) tiene algo de increíble. Y a mí lo increíble me hace recobrar la fe. Desde que la vi comencé a creer en que existe un Madrid debajo de Madrid, oculto más allá de la línea 6. Empecé a creer en la existencia de las pianolas, las cupletistas, las alpargatas a cuadros, las sobrinas de difunto; en las escaleras de caracol, en las ruletas y las puertas giratorias, en todo lo que da vueltas; en que detrás de la Gran Vía aún aparecen fantasmas translúcidos, tuertos, bombines percudidos, pesetas, calles a oscuras. Y supe que el miedo da más miedo si huele a miseria, a tocino rancio, a brasero de cisco, a meados de gato.

Allí estaban, las extrañas. Mujeres como cepas, menopáusicas, opositoras, madres, lesbianas, cajeras: mujeres. Me las había imaginado tristes. Por primera vez en mi vida me sentí rara

Había una tercera razón: la sinrazón. No puedo evitarlo, tiendo al absurdo, hago cosas sin sentido, prontos míos. Es mi forma de resolver. De niña inventaba las vidas de mis cromos, calcomanías y recortables. Cuando no sabía cómo continuarlas, me los comía. Sin masticar ni nada.

Camino del paraninfo iba pensando que mis ganas de casting no eran más que otro de mis arrebatos. ¿Qué pintaba yo en una selección de raras, si no tengo ni una mancha, cero, ni un antojito, ni nube en el ojo, ni pelos coronando una verruga, ni nada más grande que otra nada que ofrecer? ¿Para qué iba, además, si pensaba que un remake de La Torre de los Siete Jorobados sería guarrear la original? Seguro que la versión de ahora era como de Playstation, así a lo Blade Runner pero con Torre Sevilla de fondo, drag queens, zombis y el muerto presentándose en un after. Para tupirla a Goyas, vamos. Otra perla del nuevo cine español.

Empujé la puerta del paraninfo, con el silencio de la que se asoma a misa. Apenas podía ver nada -aún no se acostumbraban del todo a la sombra mis pupilas- pero escuché voces de gente, jaleo, risas. La claridad de la calle entró conmigo. Sentí que varias giraron la cabeza hacia mí, dedicándome una mueca que no fui capaz de interpretar. Al rato reconocí -y quién no, ¡sale en la última de Netflix!-, al protagonista. ¡Adiós, reticencias!, ¡hola, nerviosismo! Allí estaba, superguapo, "mola el tío -pensé-, viene a los castings". Charlaba con una. Se me acercó el gafapasta del equipo: "Rellena esto, please. Eres la 57, ponte el número donde se te vea. ¿Has hecho de extra en alguna peli? Ok, no te preocupes, te explico…".

No pude evitar mirarlas de reojo. Allí estaban, las extrañas. Mujeres extravagantes, mujeres correa, mujeres colilla, porreras, menopáusicas, mujeres frontera. Mujeres portento, mujeres de balón y nietas casi cúbicas, lesbianas, estrábicas, madres, escuálidas, mujeres lunares, opositoras, protuberantes, cansadas. Mujeres sin siliconas, mujeres como cepas, mujeres de voltio, cajeras: mujeres. No sé por qué yo me las había imaginado tristes. Por primera vez en mi vida me sentí rara.

La prueba iba a empezar. Que tomáramos asiento. Una a una nos irían llamando, y sin aspavientos ni forzar -eso era muy importante- subiríamos al escenario, caminaríamos hacia la cámara y nos detendríamos en la marca. Allí nos tomarían un primerísimo plano. Eso nos contó el gafapasta. "Un pequeño truco, chicas -nos dijo-: ¿veis este monitor? Aquí podéis ver qué tal estáis dando a cámara. No pongáis morritos, porfa. ¿Todo claro? ¡Suerte a todas y gracias!".

Comenzaron a llamar a las primeras. Desde mi asiento contemplaba aquella pasarela de extrañas. Me recordó una escena de la película en la que los jorobados desfilan por una plaza de la ciudad escondida. Me acordé de Fabio; a Fabio le fascina el contoneo de las cojas. Y de mi hermana, que está loca por Javier.

"¡Número 57!". Ahora. Es mi turno. Vamos allá. Me levanto, me enderezo la falda, subo al escenario. Los focos me iluminan. No sé qué le pasa a mi sombra. Camino con determinación. En la marca, me detengo. Miro fijamente a la cámara, pongo mi mejor cara. De pronto me he acordado: puedo comprobar qué tal quedo. En un movimiento rápido, miro al monitor.

La pantalla me devuelve la imagen de un ser monstruoso y aberrante.

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