EL único empate del Cádiz en el Santiago Bernabeu llegó en la jornada en la que el Real Madrid decidió prescindir de su técnico, Radomir Antic, para que regresara al equipo el holandés Leo Beenhakker. Aquel gol de Arteaga, histórico, hundió más en la crisis a un Madrid que había cambiado de entrenador cuando iba... en primer lugar de la clasificación. Aquel cambio no sólo no le sirvió para ganar al endeble Cádiz, sino que tampoco le alcanzó para ganar la Liga en una temporada, la 91-92, en la que acabó perdiéndola cuando le remontó el partido el Tenerife de Jorge Valdano.

Los entrenadores viven permanentemente amenazados por los resultados y, a veces, por el juego, de manera que sobre sus cabezas, como en la de Damocles, se sitúa una espada eterna a punto de caer sobre ellos.

El Cádiz, salvando las distancias, vive una situación parecida. Hay un grupo de personas que, desde el principio, estiman que con Jose González este equipo no subirá esta temporada. Se trata de una opinión respetable, faltaría más, pero que se está convirtiendo en una lamentable obsesión que hace poco bien al equipo y que se manifiesta cada vez que un partido se atasca aunque fuera levemente.

Es evidente que el Cádiz, en algunos partidos, ha podido jugar mejor, que a veces se echa de menos que ejerza en algunos partidos la jerarquía que se le supone y que en Sevilla, por ejemplo, el equipo perdió por no saber administrar los últimos minutos y por la eterna manía de no hacerse con el ritmo del partido para que el otro equipo no te haga excesivo daño, más o menos lo mismo que ocurrió en Miranda de Ebro.

Pero también es evidente, y poco discutible, que el equipo está arriba, a un punto del líder, que Jose está manejando la plantilla con tino -poniendo y quitando jugadores según el momento en el que se encuentran- y que da la impresión de que el equipo puede ir a más y aún no está ofreciendo todo su potencial, aunque está en ello.