TODOS los amantes del fútbol llevamos un entrenador dentro. Y todos creemos saber más que nadie. Por eso los técnicos de la Roja admiten resignados que España tiene 40 millones de seleccionadores. Debe ser difícil entrenar a un equipo. Si son pequeños porque lo que quieren es jugar y no entienden que se les hable de intensidad, orden defensivo, solidaridad y generosidad. Quieren jugar, regatear, marcar, divertirse. Quieren soñar con ser futbolistas. ¿Quién no lo ha hecho? Debe ser difícil lidiar con los entrenamientos, con padres pesados que piensan que lo saben todo (yo el primero), o -ya en la elite- con periodistas puntillosos y sabihondos, con futbolistas engreídos, con aficionados fanáticos y directivos a los que sólo les vale el triunfo, con presidentes de empresas que fichan como secretarios técnicos sólo porque son capaces de recitar de memoria la alineación del Madrid Ye-Ye. No, no debe ser fácil ser entrenador de fútbol. Pero tampoco periodista con entrenadores todopoderosos e infalibles. Una vez, durante un almuerzo en El Puerto, le dije a Víctor Espárrago que para mí era una tortura tener que preguntarle, que molestarle a menudo por mi trabajo, porque de joven había sido mi héroe en aquel Cádiz de la temporada 87/88 y temía que me defraudara. Luego, en pleno éxtasis por el ascenso en Chapín, me cogió por los hombros y me preguntó con una sonrisa en la boca y su acento uruguayo: "¿Le defraudé?". Yo ni le contesté. De puritito pudor.

Lo peor es que el fin de semana que por fin ha caído Brendan Rodgers en el Liverpool, que Benítez ha demostrado que prefiere un Madrid con Casemiro y Kovacic y que Mourinho, el sumo pontífice de los técnicos que nunca se equivocan, se ve en apuros por primera vez en su carrera, he vuelto a comprobar lo difícil que es ser entrenador de fútbol. Pero, aunque me esfuerce, a veces no consigo entenderlos. Por eso el entrenador que llevo dentro me tuerce el gesto y me agria el carácter. Será cabrón.