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Voto en negro

manuel / barea

La donación fallida

HACE unas semanas, en el programa de TVE Ochentéame, nacido al cobijo de la serie Cuéntame, se emitió un reportaje sobre las elecciones de 1982, las que ganó el PSOE. Bueno, Felipe González. A los testimonios de algunos protagonistas de aquella fecha del 28-O ya con más de treinta años encima se añadían imágenes de la época: por ejemplo, las de una campaña que contó con la colaboración de celebridades de entonces diciendo a los ciudadanos por qué había que ir a votar. Una de ellas era una muy joven Cristina Marsillach, la actriz, que dice en la pantalla que es su primera vez porque acaba de cumplir 19 años y hasta entonces no ha votado y que introducir (sic) la papeleta en la rendija (sic) de la urna tiene para ella un alto contenido erótico.

¿Qué me estaba perdiendo, qué me estoy perdiendo? A ver si resulta que dentro de las cabinas donde se vota en secreto hay todo un mundo de desenfreno sexual y yo haciendo el tonto sin enterarme...

Pero la duda me dura poco. Enseguida me repongo pensando lo mismo: mil veces antes veo mucha más sensualidad en las hermanas de Marge Simpson, Patty y Selma Bouvier, que en el hecho de votar, que desde luego asocio más con el onanismo que con el coito. El cubículo de las papeletas, al que se accede tras descorrer una cortina sobada y mugrienta, está más cerca de esas cabinas dedicadas al sexo en solitario que de una alcoba feliz. O si prefieren otra semejanza más higiénica y fecunda: puede llegar a parecer el cuarto al que se entra para hacer una donación muy especial, como cuando se da esperma para las que quieren ser mamás. Es el voto, que va a parar a la urna en la que se conserva criogenizado hasta que se descongela a las ocho de la tarde junto al de otros donantes, muchos de los cuales asistirán al nacimiento de una criatura que no es para la que ellos han hecho su donación. Es otra muy distinta, no la que deseaban, y les parecerá un engendro.

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