A distancia

La enseñanza no presencial devalúa y desnaturaliza el aprendizaje hasta extremos lamentables

Siempre que se habla de resistencia a las novedades, hay quienes recuerdan que es inútil oponerse a la marcha de los tiempos, como demostraron los trenes que jubilaron a los conductores de diligencias o el vídeo que mató a la estrella de la radio, pero una cosa es que los cambios sean inevitables y otra que conlleven beneficios ciertos, no sólo para quienes los promueven o invierten en ellos sino para la sociedad en su conjunto. El culto a la Innovación, con inquietante mayúscula, se ha extendido como una fe irrebatible cuyos representantes -les basta decir muchas veces la palabra mágica, aunque sea en el contexto de discursos vacíos, repletos de vaguedades y lugares comunes- controlan los resortes de la economía y el poder político. No nos referimos a la ciencia, naturalmente, ni a la investigación que persigue fines irreprochables, pues gracias a quienes se dedican a ella avanza el conocimiento y disponemos de recursos que han supuesto verdaderas conquistas. Unida a la superstición del progreso, sin embargo, la creencia en las virtudes intrínsecas de la tecnología tiende a despreciar sus efectos en la vida de las personas. Por una parte, el nuevo orden se desentiende de los trabajadores que dejan de ser necesarios, muchos de ellos sin formación ni medios para empezar de nuevo, a edades que no permiten el reciclaje. Por otra, especialmente cuando se trata de la prestación de servicios básicos, deriva la antigua gestión personalizada, sustituida por las supuestas bondades de la administración a distancia, a un limbo o infierno en el que cualquier mínimo trámite -y cada vez son más, porque la burocracia no ha disminuido, sino al contrario, aunque seamos los administrados los que tenemos que hacernos cargo- se transforma en una interminable carrera de obstáculos. Haciendo de la necesidad virtud, los entusiastas del teletrabajo han aprovechado la coyuntura de la pandemia para convertir, de acuerdo con uno de sus mantras preferidos, la crisis en oportunidad, pero en muchos casos no está claro que la aséptica lejanía represente avance alguno. Sin desdeñar las indudables ventajas que ofrecen las conexiones por internet o el acceso casi ilimitado a un sinfín de valiosos materiales didácticos, la educación, por ejemplo, no gana nada si eliminamos el contacto directo de los profesores con los alumnos. Dicen que la enseñanza no presencial, expresión que hasta hace no mucho habría pasado por un disparate malsonante, ha venido para quedarse, pero basta hablar con cualquier docente implicado para comprender que el invento no sólo no supone mejoría, sino que devalúa y desnaturaliza el aprendizaje hasta extremos lamentables.

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