Relatos de verano

Braulio Ortiz

Los días en Vermont (VI)

En una localidad costera, un grupo de chavales que coinciden en un bloque de pisos durante varios veranos forjan una amistad. Un cuarto de siglo después, cuando los integrantes de esa pandilla ya están en la cuarentena, se vuelven a reunir. Uno de los amigos, Gustavo, promotor inmobiliario, ha comprado el inmueble para hacer apartamentos en él, y los antiguos amigos deciden reencontrarse para darle una despedida simbólica a aquel paraíso de la infancia. Entre los sentimientos encontrados sobresale el recuerdo de Marcos, uno de ellos, que falleció unos años antes. En la intimidad del vehículo repara en que no se acuerda de las facciones de Marcos: le choca que alguien tan importante en su vida como su primer novio se haya desdibujado

Los días en Vermont (VI)

Leticia se había acostumbrado a responder a los acontecimientos con cierta distancia, como si asistiera a su propia vida más como espectadora que como protagonista, y a veces se preguntaba si no parecía una autómata porque nunca permitía que sus sentimientos trascendieran la máscara: siempre se mostraba impasible aunque en momentos puntuales asomara un tímido disgusto, que ella barnizaba con una pincelada de cinismo. Aguantas demasiado, aseguraba Pedro, su marido, cuando ella le exponía alguna contrariedad que hubiese ocurrido en el trabajo, y Leticia solía contestarle es mi especialidad, restando importancia a esa forzada indiferencia que había perfeccionado, pero más de una vez fantaseaba con perder los estribos y gritar de manera histriónica como lo haría el gran Al Pacino en una de sus interpretaciones más desmesuradas, con los ojos enrojecidos de ira y las babas colgando del labio inferior, especialmente en aquella película en que encarnaba al demonio y en una escena las llamas cercaban su cuerpo.

Leticia se había acostumbrado a responder a los acontecimientos con cierta distancia, pero temía que esa técnica -o esa actitud- le fallara en cuanto pusiera un pie en Vermont. Volverá allí precisamente tras una semana difícil, la empresa en la que trabaja como jefa de recursos humanos la ha obligado a aceptar a un candidato a quien detesta, un cretino que le hizo la vida imposible en el colegio y que viene avalado por el apellido, y al cansancio frecuente de que no valoren su criterio -¿para qué dirige entonces un departamento?- se suma esta vez la humillación de tener que apostar por un antiguo enemigo; esa mañana estuvo a punto de entrar en el despacho del director y anunciarle que dimitía, una decisión que reprimió porque complicaría el proceso de adopción en el que andaban metidos Pedro y ella, aunque ¿querría su hijo una madre cobarde que no se atreve a pelear por lo que es justo?, todo es demasiado complicado para regresar a un escenario que avivará tantas emociones.

Ya ha llegado al pueblo, Leticia, ha aparcado cerca del paseo marítimo -de nueva o al menos reciente construcción: no existía cuando ella pasaba sus vacaciones allí- pero aún no ha reunido el valor para bajarse del coche, y contempla con curiosidad el movimiento que registra aquel sitio: hay, o quizás es la visión distorsionada de una mujer de ciudad que sueña con retirarse a la playa, un ritmo más lento en el paso de los viandantes, un grado de preocupación menor en sus rostros; en todo caso el olor a mar que transporta el aire y que entra por la ventanilla abierta la serena, el canto desafinado de las gaviotas le resulta entrañable. Amelia y Ernesto vienen de camino del aeropuerto, Gustavo tenía una reunión inaplazable a esa hora, Elisa está descansando porque ha trabajado en el turno de noche, de modo que durante un rato permanecerá a solas.

En la intimidad del vehículo repara en que no se acuerda de las facciones de Marcos, los rasgos de ese chico se confunden con los de otras personas que conoció más tarde, le choca que alguien tan importante en su vida como su primer novio se haya desdibujado, una evolución natural si sopesa todos los años que han transcurrido desde que dejaron de verse pero contradictoria dado lo presente que aún siente a ese muchacho. Recuerda con claridad sus manos, con las venas marcadas y los dedos huesudos, y su torso, que tenía una forma extraña y parecía hundirse hacia dentro, pero para recomponer su rostro Leticia debería consultar una fotografía. Marcos se ha desvanecido como lo ha hecho la pureza que encarnaba: en su ausencia se ha alzado como una especie de ángel sublime. Ella no alberga remordimientos -¿con él también desarrolló esa frialdad impostada que gasta en su trabajo?-, cree que con él hizo lo que pudo, porque la convivencia con aquel chaval se asemejaba demasiado a la más sofisticada atracción de una feria: acompañarlo era una experiencia excitante, vertiginosa, pero también agotadora. No ha olvidado su intensidad, la ilusión con la que les proponía planes o les pasaba discos, el ansia con el que exploraba el cuerpo de ella, lo tocaba y lo mordía, el coraje con el que presumía de ser bisexual cuando nadie hablaba de esos temas, la excentricidad de ponerse ese sombrero hongo porque La insoportable levedad del ser le fascinaba y el personaje de Sabina jugueteaba en aquella ficción con ese objeto. Jugueteaba, sí, esa palabra definía el comportamiento de Marcos, estar con él era una constante invitación al juego, aunque estallaran a menudo las reglas de ese divertimento y él exhibiera unos incomprensibles cambios de humor y un ánimo sombrío. Una y otra vez, Leticia se ha defendido: ella no sospechó nunca lo que le ocurría -nadie hablaba tampoco, entonces, de las enfermedades mentales-.

Abrumada por sus pensamientos, ella sale del coche y se dirige caminando hasta el hotel. Las palabras adopción, trabajo, Marcos se le amontonan en la cabeza, y para distraerse se fija en una pareja de adolescentes que se apoyan en una balaustrada. ¿Conseguirán que ese amor perdure?, se pregunta, y nota de inmediato un aire de superioridad imponiéndose en ella, ah, no saben nada todavía de la vida. De repente, la idea de un chapuzón en la piscina se le antoja lo más parecido a una redención. Es hora incluso de una cerveza, se dice, feliz por saber entregarse aún a los placeres.

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