Ojo de pez

pablo / bujalance

La desobediencia

ENTRE la llamada a la desobediencia de Ada Colau respecto a las "leyes injustas" y la pitada al himno en la final de la Copa del Rey hay vínculos notables. El más evidente es la consideración por parte de muchos de que las leyes, los símbolos y demás elementos derivados de la Constitución no son bienes que nos correspondan a todos por igual ni que nos hayamos ganado entre todos, sino que son impuestos por instituciones ajenas a su identidad. Con respecto a la pitada (más allá de la patética pantomima: quien pita a la autoridad se delata como vasallo, subalterno, parte del rebaño, signos contrarios a la autoridad de quien se sabe libre y autónomo diga lo que diga su DNI), muchos recordaron el modelo francés, con la suspensión de partidos en los que se producen afrentas similares y las espantadas de Chirac y otros mandamases a cuenta de tales disturbios. Pero conviene recordar que la Marsellesa recibió los pitos en los partidos de la selección gala contra las de Túnez y Argelia, países en los que buena parte de la población considera que el proceso de descolonización tiene aún cuentas pendientes (esto merecería otro artículo). Los vascos y catalanes afines al pito consideran que España actúa respecto a sus territorios como una maquinaria colonial en la que no se sienten en casa. El himno es, por tanto, una fuerza invasora.

Cuando Ada Colau habla de desobediencia se refiere a las leyes del Estado, y aquí hay que andar con más tiento. Thoreau preconizó la desobediencia civil, inspiró a Gandhi y Martin Luther King y abrió un cauce por el que ahora quiere colarse la alcaldable. La desobediencia civil es legítima, y de hecho varios de sus postulados han sido asumidos por la socialdemocracia; ahí está la objeción de conciencia, en su acepción militar, fiscal o sanitaria, invocada por personas de diversa ideología, para demostrarlo. Pero las sociedades cuentan hoy con un instrumento clarificador del que carecía Thoreau (quien sí apelaba, con razón, a la Constitución de EEUU): la Declaración Universal de Derechos Humanos. Lo demás es ganga. Por más que salga la pesada de Lucía Caram comparando a Artur Mas con Gandhi, elevar el debate político a la categoría de estado de sitio es hacer trampa. Una cosa es una ley injusta y otra una ley que no nos guste, sobre todo cuando el marco del que emana, insisto, es competencia de todos.

El problema es que desde la Transición se han dado muchas cosas por sentadas. Falta una relectura de la Historia de España en clave de derechos conquistados, no de vencedores y vencidos. Nadie se ha preocupado por facilitarla. Y ya está saliendo cara.

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