Pasa en muchos lugares; en el médico, en el banco, en el autobús, en el bar... Son sitios apropiados para que, sin venir a cuento, un desconocido empiece a hablar en voz alta, cuente sus cuitas y trate de establecer un diálogo que el resto de las personas que están allí, por las razones que sean, no quieren escuchar. Suele ser gente pesada, que empieza por hablar de sí misma y que acaba preguntando por todo a todos. Las reacciones son diversas, claro. Desde los que le siguen la conversación hasta quienes contestan con monosílabos o, directamente, miran a otro lado y optan por ignorar al interlocutor. Nos podemos imaginar, por un momento, que alguien en el furor de una conversación impuesta lance la idea de que sería ideal que la gente pudiera tener armas. A la estupefacción primera, unida al temor de quien habla pueda efectivamente disponer de una pistola, sólo le debe seguir la indiferencia más absoluta.
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