Elpasado mayo y en el Congreso, Pablo Iglesias quiso aleccionarnos sobre el significado que tiene para él la democracia. A su juicio, los fundamentos de ésta "son las bases materiales que constituyen los derechos sociales". En su concepción, pues, la democracia consiste exclusivamente en la igualdad de condiciones de vida entre los ciudadanos, en un sistema que garantice idénticos resultados para toda la sociedad. Eso pasa necesariamente -él mismo lo señala- por la intervención omnipresente del Estado en materia económica: la sanidad,la educación y las pensiones estatalizadas o los impuestos progresivos son exigencias ineludibles para que un país merezca el calificativo de democrático. Al tiempo, añade, quien niegue esa verdad absoluta debe ser tachado de antidemócrata.

De acuerdo con esta noción restringida y cerrada, la democracia no tendría nada que ver con la forma de elegir a los gobiernos, como tampoco con la división de poderes, la igualdad ante la ley, los derechos individuales o la independencia judicial. Esos valores pasan a ser secundarios, accidentales, sólo vigentes en la medida en que no supongan un obstáculo para lograr el auténtico objetivo: la igualdad material establecida a través de la ubicuidad del Estado.

Con el modelo de Iglesias, dejan de ser democracias, por ejemplo, Inglaterra o Alemania y pasan a serlo Cuba o Corea del Norte.

En realidad, el trilero Iglesias esconde sus cartas: con tal discurso -más acorde con las llamadas democracias populares que con las genuinas democracias- pretende crear un marco de pensamiento totalitario, ya que insta a aceptar que sólo lo público es democrático, ahogando, así, cualquier pluralismo y, por supuesto, cualquier protagonismo de lo privado en la gestión común. Esto, que tradicionalmente conocemos como dictadura del proletariado, es elevado por Iglesias a única democracia que merece el nombre. Olvidando tantos dramas históricos que desaconsejan desligar libertad política y libertad de mercado, Pablo Iglesias resucita, enmascarándolo, el viejo comunismo, secuestra el concepto de democracia para secuestrar el poder dentro de ella.

En esas estamos: o nos dejamos embaucar, otra vez, por utopías falaces y fracasadas o, frente al sofisma de sus valedores, defendemos la irrenunciable pervivencia de nuestros derechos y libertades. La disyuntiva es muy simple y la elección última -somos demócratas- naturalmente le pertenece a usted.

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