Sin dejar rastro

Hay gente que no deja ningún rastro de su paso por la vida, salvo el afecto que inspiró entre las personas que la conocieron

Cualquiera de nosotros deja un sinfín de huellas de su paso por la vida, aunque sólo sea el rastro administrativo de las multas de tráfico o de las notificaciones de Hacienda. Pero hay gente que no deja nada, salvo el afecto que inspiró entre las pocas personas que llegaron a conocerlas. Y esto es lo que le pasó a la mujer de la que quiero hablar hoy, una mujer que nació en un pueblo de Jaén, en Alcaudete, a principios del siglo XX, y que vivió casi ochenta años. Nunca fue al colegio. Desde muy niña tuvo que trabajar en el campo. Ni ella ni sus padres ni sus hermanos sabían leer, así que tenían que fiarse de lo que les decía el administrador cuando les pagaba con un papelito. "Vale para una cuartilla de aceitunas". Eso era todo.

Pasó la Guerra Civil en su pueblo, en zona republicana. Al terminar la guerra, su padre fue al Ayuntamiento a cambiar los pocos billetes republicanos que tenía por billetes válidos "nacionales". Un funcionario iracundo le gritó que podía tirar aquel dinero a la basura. Luego vinieron más humillaciones: como su familia no podía mantenerla, tuvo que empezar a ganarse la vida trabajando en casas ajenas como "criada", palabra que aún estaba en uso cuando tuvo que entrar a "servir", otro verbo que estaba muy vivo entonces (también ahora). Encontró trabajo en casa de un notario y fue trasladándose con él y su familia de destino en destino: Villar del Río, Lora del Río, Sevilla, Cartagena. En Cartagena, no sé cómo, dio el salto a Mallorca, adonde llegó a comienzos de los 60.

Nunca se casó. Nunca fue al cine. Nunca entró en un café. Los domingos iba a misa y luego a ver a una hermana monja. Con el tiempo ahorró lo suficiente para comprarse un piso del que siempre estuvo muy orgullosa -por fin era propietaria de algo- y en el que al final murió. Todos los que la trataron la quisieron. Era inteligente, tenía sentido práctico y sabía mucho más que todos nosotros. Una vez jubilada, hacía crucifijos con los que reunía dinero para los presos de la cárcel.

Me he acordado de esta mujer en vísperas de la huelga feminista del Día de la Mujer. No creo que ella se hubiera sentido con derecho a reclamar nada, pero es justo que alguien se acuerde de ella -y de las miles y miles de mujeres como ella que vivieron en nuestro país- pese a que no dejaron ningún rastro -aunque sí huella- y ahora ya nadie parezca acordarse de ellas.

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