Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

La década ubérrima

PEDRO Fernando García, alcalde de Polopos, dejó de comer la víspera de la Asunción. Lo hizo para exigir una nueva ley de financiación que salvara de la bancarrota a cientos de ayuntamientos acogotados por las deudas y, lo que es peor, obligados a mantener determinados servicios ya consolidados. Polopos no es un gran municipio de Granada, qué va, ni siquiera un municipio mediano. Tiene 2.000 habitantes y un presupuesto modesto, 1,7 millones de euros. Pero no se sabe bien por qué su alcalde tomó la antorcha y se convirtió en el primer relevista de una carrera contra una amenaza común: la insolvencia de los ayuntamientos.

El asunto de la financiación municipal es antiguo y complejo. Hace diez años formaba parte de los tópicos de la información municipal diaria que manejábamos los periodistas. Todos los alcaldes opinaban sobre el particular y las federaciones de municipios (la andaluza y la nacional) batallaban sin tregua en busca de la solución definitiva. Aquella lucha, sin embargo, decayó poderosamente, hasta el punto de que, según en qué municipios, pareció extinguida. ¿El responsable? La veta que abrió el negocio del ladrillo. Una veta en apariencia inextinguible que hizo olvidar durante un par de mandatos la asfixia crónica de las administraciones locales. El descubrimiento de aquel Eldorado no sólo aplazó la búsqueda de un acuerdo sobre el sistema de financiación sino que cambió los hábitos al menos en dos aspectos: el burocrático (la gestión del suelo y el regateo de las normas subsidiarias se transformaron en las actividades principales de los municipios) y el moral, pues la corrupción, en algunos casos, y el juego en el borde de la ley en otros, cambió el sentido de la honra de los corporativos.

Tras casi una década ubérrima, el agotamiento del filón del ladrillo ha resucitado el antiguo (y justo) anhelo del pacto de financiación. Los ayuntamientos ya no son los que eran, pero la debilidad que arrastran desde la inicio de la democracia sí, incluso se ha agravado. Ahora, tras el periodo de opulencia, la reivindicación cobra tintes más dramáticos, pues el cambio de fortuna ha sido abrupto y la mayoría de ellos, además de estar obligados a prestar numerosos servicios sociales, debe apencar con plantillas generosas, cargos de confianza excesivos y un engranaje propio de los tiempos fastuosos.

Y los apuros de los ayuntamientos no son querellas administrativas abstractas, sino que repercuten sobre los administrados. Los efectos ya están ahí. Subidas del IBI, clausura de ciertas actividades de asistencia, cobro por servicios gratuitos, venta del patrimonio y hasta una malsana obstinación en la imposición y cobro de sanciones.

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