Los curas y el matrimonio

La apuesta por los diáconos permanentes, y no la boda de los curas, es el paso que no se termina de dar

La celebración estos días del Sínodo de los obispos para Amazonia ha puesto sobre la mesa, aunque no fuera su tema central, el cada vez más candente debate sobre el celibato de los sacerdotes y la posibilidad de que estos puedan casarse. En algunas zonas del planeta de tradición católica -Brasil, por ejemplo- existe una gran preocupación por la falta de vocaciones, que repercute en el escaso número de curas con disponibilidad de atender tan vasto territorio, con el consiguiente beneficio para las iglesias evangélicas en auge.

Aunque el problema a este lado del océano no es tan latente, sí se empiezan a oír voces que abogan por una reforma de la Iglesia en este sentido, que encuentran además su eco en movimientos católicos de base que nunca han ocultado su voluntad de abrir un debate acerca del celibato o la potenciación del papel de la mujer, con los tristísimos episodios de abusos por religiosos de fondo. Que todo este fuego se esté calentando ante la mirada sonriente y para nada intransigente del papa Francisco ha hecho que los sectores más conservadores de la Iglesia se hayan puesto en guardia, y por ciertos rincones ya se habla sin pudor de comportamientos heréticos.

Personalmente no estoy a favor de que los sacerdotes puedan casarse, ni creo en la figura del pastor protestante como modelo a reproducir en la confesión católica. Sin entrar en los siempre complicados terrenos teológicos, cualquiera que conozca la realidad de los curas sabe de su sufrida dedicación exclusiva y excluyente a los asuntos de la comunidad y sus fieles, que implica ofrecerse en cuerpo y alma para ponerse al servicio de las personas. No es infrecuente hoy ver a un joven sacerdote diocesano asumir al mismo tiempo las funciones sacramentales y pastorales propias de su parroquia, dar clase en un instituto, llevar la dirección espiritual de una hermandad o dar varias misas el mismo día. Ese servicio constante, sin distinguir los días laborables de los festivos, no parece muy compatible con el cumplimiento de las obligaciones familiares propias del matrimonio.

Otra cosa, y en esto sí creo que la Iglesia va con un poco de retraso, es el fortalecimiento del papel de los laicos (y laicas) y la apuesta por la figura del diácono permanente, facultado para administrar varios sacramentos. Ése, y no la boda de los curas, es el paso importante que no se termina de dar.

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