CUANDO comprueba su incapacidad para conectar con los intereses reales de la sociedad, la socialdemocracia española suele intentar suplir tal carencia con calculados ataques de anticlericalismo. Siempre le quedará la Iglesia para autoafirmarse como una opción diferente, para marcar distancias e intentar pescar en nuevos caladeros. Es en ese sentido, más electoralista que ideológico, en el que ha de entenderse la proposición no de ley, presentada por el PSOE el pasado lunes en el Congreso, por la que insta al Gobierno a denunciar los acuerdos de 1979 con la Santa Sede. Los socialistas no encuentran mejor respuesta para las urgencias de la crisis que la de "derogar" (eso afirma Rubalcaba) o "revisar" (eso matiza el cauto Jáuregui) el famoso Concordato.

Poco importa que su partido haya gobernado en 20 de los casi 35 años de su vigencia. Menos, que en su día fuera aprobado en su mayor parte con sus propios votos. Nada, que casi anteayer tuvieran ocho largos años para implantar sus anheladas ideas. A la fuerza ahorcan y la sangría interminable de voluntades que emigran exige propuestas efectistas, sectarias, estimulantes de los sentimientos más rancios y viscerales de su dubitativa tropa.

Lo que no vale es faltar a la verdad: el problema está razonablemente resuelto en nuestra legislación. Las normas vigentes no son ni "preconstitucionales" ni "anticonstitucionales"; la protección de las minorías religiosas de "notorio arraigo" en España es, a través de los numerosos acuerdos firmados, un hecho; la creencia mayoritaria -más del 70% de los españoles se declaran católicos- recibe un tratamiento constitucionalmente acorde con su implantación sociológica.

¿Que el esquema es mejorable? Por supuesto. ¿Que eso supone una prioridad en la presente coyuntura? Desde luego que no. Y aún menos cuando la propia Iglesia respira aires de cambio, en Roma y en Madrid, que aconsejan dejar pasar un tiempo para reevaluar la situación.

Es eso, tiempo, lo que quizá no tenga el socialismo español. De ahí la prisa, la hipocresía y el recurso facilón. Apalear a la burra de toda la vida les parece una receta fiable para amarrar las propias voluntades y ganar, acaso, el apoyo de otras. Lo dicho, un clásico que, tras tantas incoherencias y ocasiones "desaprovechadas", no pasa de ser el penúltimo intento de cortar, a la vieja usanza y con estropeada credibilidad, tan obvia, grave e incesante hemorragia.

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