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Yo te digo mi verdad

El cielo ganado

Bastó con que el impaciente de turno expresara su malestar por llevar allí no sé cuánto tiempo para que otro le secundara

Fue un día de médicos. El cartel colocado sobre una puerta de cristal, en la sala de espera del servicio de Medicina Nuclear del hospital de Cádiz, era muy descorazonador. Entre varias advertencias antiguas como la de guardar silencio, y recientes como la obligatoriedad de la mascarilla, el rótulo impreso en un folio advertía de que cualquier agresión física o verbal al personal sanitario sería objeto de denuncia que podría derivar en pena de cárcel. Por desgracia no es una situación hipotética.

La sala estaba llena de gente. La mayoría aguardaba pacientemente, con la sabiduría que da el saber que al médico no se puede ni se debe ir con prisas si uno no tiene una urgencia real, pero bastó con que el impaciente de turno expresara su malestar por llevar allí no sé cuánto tiempo para que alguno secundara su queja. La atareada enfermera salía de vez en cuando con papeles y herramientas de su oficio, y cada vez era asaltada por alguien que hacía preguntas que ella no podía responder, lo que el interpelador, incapaz de comprender, se tomaba mal. Poco antes, a la entrada del Puerta del Mar, un usuario, inhábil a la hora de usar el torno de control, había increpado de mala manera y culpado a un celador de su propia torpeza.

Miraba el cartel de advertencia con prevención mientras oía como otro paciente intentaba ridiculizar a un enfermero que le aclaraba una confusión sobre su cita. En un momento dado, el sanitario le sugirió al hombre pasar a un despacho para que su problema no fuera oído por todo el mundo. Una tercera mujer que esperaba intervino: "No, hombre, así estamos entretenidos…" La confidencialidad, a tomar por saco, porque unos y otros se contaban detalles de sus dolencias sin ningún pudor.

Pensaba en la manera trágica en que va aumentando cada año el número de agresiones a los sanitarios del sistema público por parte de unos usuarios cada vez más airados y exigentes cuando en ese momento pasaron dos amables auxiliares empujando un carrito sobre el que aparecían botellitas de agua, zumos y otros refrescos que nos regalaron con una sonrisa. Y no pude evitar que me viniese a la mente aquel pasaje evangélico en el que el Maestro recomendaba poner la otra mejilla cuando alguien te abofetea. Desde luego, estos sanitarios tienen el cielo ganado.

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