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Rafael Padilla

Nada que celebrar

Aprincipios de octubre, se analizaba en estas páginas el penoso estado en el que se encuentra hoy la aplicación de la ley de dependencia en Andalucía. Los datos son reveladores: los beneficiarios de la norma caen a números de enero; no se están cubriendo las bajas surgidas, a pesar de la gigantesca lista de espera; se recortan derechos, programas y actividades; se han roto los puentes de diálogo entre las organizaciones de afectados y la Administración andaluza; los compromisos de pago se abonan "cuando se puede", sin ulterior criterio ni rigor; asistimos, al cabo, a un verdadero shock administrativo, tras el trasvase de competencias desde la antigua Consejería de Igualdad y Bienestar Social a la de Salud.

Hay, claro, un motivo obvio para tal marasmo: la crisis golpea especialmente, hasta casi demolerlo, al llamado cuarto pilar del Estado de bienestar. Los recortes están llevando al sistema a una situación insostenible, en la que, además del deterioro en la atención de los implicados, se arriesgan miles de puestos de trabajo, precisamente en un sector que debería merecer nuestra unánime admiración.

Pero, junto a esa causa ineludible, subyace otra, quizá aún más nociva. En la información antes citada, José Luis Rocha, secretario general de Calidad y Modernización de la Consejería de Salud y Bienestar Social, manifestaba la intención de la Junta de no "institucionalizar" a los dependientes ingresándolos en centros. "Hay pocos dependientes en residencias e intentaremos que sean menos", amenaza Rocha.

Miren, en el caso de los paralíticos cerebrales, que es el que conozco bien, hemos tardado más de treinta años en sacar a estos críos del calabozo oscuro y alienante de sus dormitorios. Con el inmenso trabajo de muchos, hemos conseguido hacerlos visibles, proponerles y otorgarles un resquicio digno de futuro, una oportunidad de maximizar sus talentos, creando y perfeccionando espacios de progreso en los que, al fin, pudieran recibir los cuidados justos y adecuados. Se ha hecho, además, de abajo hacia arriba, con los desvelos de padres que se negaron a esconder a sus hijos y a cercenar sus posibilidades. Duele, y mucho, que políticos ignorantes, por prejuicios ideológicos y desconocimientos intolerables, vengan ahora, a desmerecer la validez de tantos sacrificios.

Si lo que falta es dinero, que se diga sin adornar la miseria con genialidades insultantes. Podemos soportar la penuria, pero no la negación interesada y torticera de los valores conquistados.

El próximo 3 de diciembre, día de la discapacidad, no tenemos nada que celebrar. Nuestros afectados están siendo abandonados a su suerte y, para colmo, se ensalza la nefasta filosofía que los ocultó y relegó durante siglos. Maldita ceguera y maldita política que siente como suficientes las treinta monedas con las que instiga, tienta y compra el silencio y la muerte civil de los más débiles.

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