José María González llegó a San Juan de Dios con unas zapatillas New Balance y unos chinos, y hace mes y medio recibió al embajador catarí embutido en su impecable traje de alcalde, con corbata y los zapatos más brillantes que una supernova. Suele suceder con los líderes de los movimientos pegados a la calle que, en contraste con los partidos al uso, nacen de la indignación con la idea de animar a los ciudadanos a atajar los problemas. Es difícil explicar - mucha gente aún no lo entiende- cómo ha logrado asentarse en el poder en la ciudad más antigua de Occidente. Es más, si le preguntas por sus opciones a un gaditano diez años atrás, en plena burbuja inmobiliaria, cuando González era Kichi y ejercía de activista, es probable que la mayoría se echara a reír, con la naturalidad con que ningunearon la candidatura de Teresa Rodríguez en 2011.

Lo extraordinario es que cuatro años después, cuando no existían dos políticos más antagónicos que Teófila y González, la ciudad dio tal bandazo, que el alcalde no sólo logró gobernarla, sino que hoy se ha convertido en el rival a batir. Algunos analistas lo achacan a que llegó en plena crisis a una ciudad -presa de la rabia y con ánimos de revancha ante la clase dirigente- que lo acogió como a uno de los nuestros, por mucho que sus detractores le reprochen que su discurso está vacío porque se basa en decir a la gente lo que sabe que quiere oír. En realidad, va más allá, pero aunque lo tachen y con cierta razón de populista, no hay que olvidar que PSOE y PP empezaron a perder la calle, precisamente, cuando dejaron de escuchar a sus electores. González es consciente de ello y por eso le encanta ser políticamente incorrecto y defender antes al pescadero que se busca la vida que al policía que le sanciona. Tiene tan claro que la moral política cotiza a la baja, que proclama a los cuatro vientos que prefiere equivocarse con su partido antes que con su gente. De hecho, han sido sus encontronazos con Pablo Iglesias los que le han ayudado a alcanzar su cénit, tras criticar el casoplón que se compró en Galapagar. Hasta se permitió el lujo de decir que es un privilegio vivir en un modesto piso de currante en La Viña. Es tan dogmático, que obvió que sus aspiraciones y las de los vecinos no siempre coinciden, y menos en un barrio que pide a gritos una reforma integral.

No tiene Cádiz en la cabeza, la mayoría de su equipo no sabe ni hablar en público y, lo que es aún peor, sus políticas sociales han fracasado. Su gestión no es brillante y es obvio que el cambio tan radical que prometió no consiste en sentarte a ver el fútbol en el fondo, ni en esconder el cuadro del Rey. Haca falta mucho más que gestos para transformar la realidad: hechos. Su imagen tampoco es que sea de manual y casi siempre construye sus relatos con grandes dosis de fantasía. Ha roto tantos moldes, en suma, que allá donde otros alcaldes inauguran hasta un torneo de dominó, a él se le echa en falta en todo acto donde un alcalde se supone que ha de estar presente. Por ejemplo, en la inauguración de la exposición de los 90 años de Airbus, sin ir más lejos. El problema de sus oponentes es que a ellos no se les suele echar en falta. Él hasta puede declararse ateo y conectar con los cofrades como nadie, es otra de sus habilidades (dentro de su eterna contradicción) junto a la honestidad que proyecta. Todo ello unido a su don de gentes, en unos tiempos en que un político con dos doctorados y un máster resulta altamente sospechoso, forma parte de sus credenciales. Unos dicen que no es más que un comparsita disfrazado de alcalde y otros ven en González ese brillo que tenía Lola Flores y que un crítico del New York Times resumió con la célebre frase 'No canta, no baila, no se la pierdan'. De lo contrario, no se explica el imán que tiene para los medios ni esa curiosidad que despierta. Algunos lo justifican con su sencillo arte para empatizar, para defender una cosa y la contraria. Parece imposible, pero ahí radica el verdadero arte de la política.

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