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Relatos de verano

Jorge Duarte

En busca de la iluminación (y VII)

Resumen de lo publicado. Zacarías abandona la casa de sus padres y se recluye en un monasterio. Tras un tiempo, el abad del templo decide comprobar si ha llegado al estado de la iluminación. Para ello, le somete a todo tipo de pruebas, que Zacarías supera a la perfección, aunque en una de ellas el abad se enoja tanto que lo obliga a dejar el templo. Entonces recurre a un famoso ermitaño para que le examine su estado espiritual y certifique su supuesta iluminación. El ermitaño humilla y se burla de Zacarías con tal crueldad que éste se desquicia y le da una paliza de muerte, arrojándolo por la ladera de la montaña.

Estuvo rodando hasta que tanto él como sus alaridos se perdieron en lo más profundo del barranco. Reacción quizá algo violenta y nada conciliable con un iluminado, pero no supe encontrar otra fórmula para que mi espíritu tornara a la calma.

 

Nada más volver sobre mis pasos, vi a un anciano merodeando por los alrededores de la cueva. Tenía melenas y barbas blancas y se ayudaba de un cayado que lo superaba en altura. Miraba hacia todos lados con cierto desasosiego, como si hubiera perdido algo.

 

-¿Le puedo ayudar, señor? -pregunté al verlo tan abatido.

 

-No encuentro a mi discípulo. Hace cuatro días emprendí un viaje y lo dejé al cuidado de mi humilde morada con la precisa instrucción de cuidarla y de no abandonarla bajo ningún concepto, excepto para cortar y apilar leña, tarea que, junto a la limpieza de la cueva, por lo visto ha desempeñado a la perfección. Ha debido de ocurrirle alguna desgracia.

 

-¿Era su… discípulo…? -Entendí de inmediato que el alumno se había estado burlando de mí-. Entonces usted debe de ser el ermitaño iluminado del que todos hablan.

 

-Así es, hijo. ¿Acaso has visto a mi alumno, joven?

 

-Se fue ladera abajo -señalé el precipicio-.  Dijo que iba a coger raíces, Maestro.

 

-¿Raíces? -preguntó extrañado-. ¿Para qué diantres queremos raíces?

 

-Supongo que para comer. Estos desolados parajes no invitan precisamente a…

 

-¿Para comer, dices? -replicó, todavía más extrañado-. Pero si nosotros compramos en el  Mercadona de ahí detrás, a sólo cien metros.

 

-¡No puede ser, Maestro! He tardado un mes en subir esa infernal ladera de más de seis mil metros hasta casi morir de inanición y frío…

 

-Eres un estúpido zoquete -respondió entre carcajadas-. Por ahí sólo suben los montañeros, y no son pocos los que se dejan el pellejo en el intento. Si hubieras accedido por esta otra parte de la montaña, no habrías tardado ni una hora en autobús desde el valle. El pueblo está ahí mismo.

 

 Me llevó a la trasera de la cueva, junto a la que había una carretera asfaltada en muy buen estado y desde donde se podía ver la estampa de un precioso pueblo a unos doscientos metros cuesta abajo, y, todavía más cerca, el supermercado Mercadona, una enorme nave que afeaba el paisaje en grado sumo.

 

 -Me cago en la… -mascullé con tal apretura de dientes que empezó a sangrarme la nariz.

 

-¿Y cuál es el motivo de tu visita, muchacho? -preguntó- ¿Te ocurre algo? Sangras por la nariz..., y tu cara parece una berenjena podrida…

 

-Necesito saber si soy un iluminado, Maestro.

 

-Por lo que se ve, estás bastante más cerca de la imbecilidad que de la iluminación.

 

-Me gustaría saber por qué todo el mundo me insulta y me trata con desdén… -pensé en voz alta.

 

-La respuesta no puede ser más sencilla: porque te lo mereces. Y ahora, dime, ¿por qué acudes a mí?

 

Le conté punto por punto todas mis desventuras desde que salí de mi casa y pedí asilo en el templo budista, recreándome en las penurias que había padecido en el desierto y en el trato que había recibido del abad. Logré que aquel venerable anciano se compadeciera de mí y accediera a examinar mi estado espiritual.

 

-No cabe duda de que has hecho un tremendo esfuerzo y pasado por muchas adversidades antes de llegar hasta aquí   -expresó el entrañable anacoreta-, pero te anuncio, para tu regocijo, que estás a sólo un paso de alcanzar la iluminación, ya que la pregunta que te voy a formular es tan simple que no requerirá el menor de tus esfuerzos mentales para responderla. Hasta un niño de cinco años daría con la solución en menos de un segundo. 

 

-No sabe usted lo feliz que me hace, Maestro. Hinqué la rodilla en el suelo y besé su mano con profundo respeto.  

 

-Responde, Vuelo del Águila: Si te doy dos naranjas y regalas una a un amigo, ¿cuántas te quedan? 

 

-Sin duda sigo teniendo dos, Maestro -me apresuré en responder-, puesto que el hecho de regalar no implica necesariamente una pérdida material, toda vez que…

 

-¡Zopenco! -gritó con todas sus fuerzas mientras me azotaba con su cayado en los hombros y cabeza-. Te hago la pregunta más elemental que pueda concebir inteligencia humana y me decepcionas. ¡Aléjate de mi vista!

 

-Pero, Maestro -repliqué entre llantos-, su pregunta tenía diversas interpretaciones y trampas para las cuales necesitaba tiempo y una preparación más allá de…

-¿Trampas?  -gritó, histérico-. Sólo tenías que restar dos menos uno para que te considerara un iluminado.

 

-¿Una naranja era la respuesta? -dije, todo alucinado-.Debo de estar soñando… 

 

-¡No vengas más por aquí, so necio! ¡Menuda pérdida de tiempo! Se metió en la cueva y cerró la portezuela con cerrojo. 

 

Desolado, encaminé mis pasos hacia el pueblo. Antes de llegar, me detuve en el Mercadona para comprar un litro de leche y unas galletas. Me senté en la puerta del supermercado y, mientras las engullía con una voracidad desmedida, observé, atónito, cómo algunos compasivos me arrojaban monedas al pasar junto a mí, tal era el estado andrajoso de mi persona. Cuando llegó la noche había acumulado tal cantidad de dinero que tuve que recontarlo varias veces para darle veracidad. Al día siguiente volví a sentarme en el mismo escalón. Necesitaba averiguar qué quería comunicarme el Universo con tan curiosa señal. Coloqué un pañuelo a mis pies y esperé acontecimientos. Al llegar la noche conté las monedas y, todo pasmado, comprobé que había triplicado la suma del primer día. Desde entonces, acudo a diario. Llevo un año ejerciendo de mendigo y la vida me sonríe más de lo que nunca llegué a imaginar. No pego chapa y gano más que un concejal de Urbanismo. Y, para los que gusten del cotilleo rosa, el carnicero del supermercado me ha pedido que salgamos esta noche a tomar unas copas. Es un tío grandote y algo simplón, pero muy viril. De un tiempo a esta parte me saluda con una cordialidad sospechosa. Creo que el pobre no sabe todavía que es gay. Esta noche me encargaré de iluminarle al respecto. Menuda soy yo para estas cosas.

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