Relatos de verano

Jorge Duarte

En busca de la iluminación (II)

Resumen de lo publicado. Zacarías, con sólo 18 años, decide abandonar la casa de sus padres para recluirse en un templo budista por un tiempo. El abad del monasterio descubre que la mayor parte de su confusión existencial proviene del temor a que su familia, muy conservadora, descubra que es gay. Por ello, le insta a que, antes de ingresar, se sincere con su familia al respecto. Durante la celebración de su cumpleaños, estando toda la familia reunida, se estruja el cerebro para dar con la forma más idónea de soltar "la bomba", pero en cada opción imagina las reacciones más desastrosas y burlescas..

Este es mi hijo! -imaginé que exclamaba, todo orgulloso, mi padre-, ocurrente como el que más.

 

-Pero… si es verdad… -replicaría, turbado por la inopinada reacción.

 

-Claro que sí, hijo, claro que sí -respondería mi padre lagrimeando de la risa-. Todos somos maricones -y volverían las risas y los chistes. 

 

Comprendí, después de esta ilustrativa visualización, toda cargada de realismo, que la verdad desnuda no es nada fácil de asimilar, al menos a corto plazo, y que muy pocas personas, entre las cuales no se encontraba ningún miembro de mi familia precisamente, están preparadas para enfrentarse a ella. Se me ocurrió que realmente no había necesidad de ser tan directo: el tema bien podía abordarse con más delicadeza, entrando, como quien dice, por la "puerta de atrás". 

Mientras mi madre servía la ensalada, encendí un cigarrillo y abrí un botellín de cerveza. Tras un generoso trago, empecé a imaginar el desarrollo de esta otra interesante opción: 

 

Esperaría a que la conversación decayese para exponer, a modo de vaselina, el exordio de una ficción que guardara cierto paralelismo con el espinoso tema. Sin dirigirme a ningún interlocutor en concreto, diría con cierto entusiasmo:

 

-Totó y yo nos hemos matriculado en una escuela de Teatro, y, no os lo perdáis: ¡ya tenemos papel asignado para la primera función!

 

-¿Teatro? -intervendría mi padre, entornando los ojos con desconfianza y levantando parte del labio superior en señal de asco-. No sé, hijo, no sé, lo del teatro me suena raro, tanto como el nombrecito de tu amigo -y lo pronunciaría con retintín-: -Tooootó, ¡qué mundo éste, Dios mío! En mis tiempos, si alguien se hacía llamar de esa forma o se ponía ropa de colores llamativos…

 

-Ya está bien, Rodrigo -lo refrenaría, para variar, mi madre-. Tengamos la fiesta en paz -y, también, como siempre, cambiaría el tercio con sutileza, en este caso reconduciendo la conversación-: -Y dime, hijo, ¿se puede saber qué papel interpretaréis? 

 

Tratándose de actores me movía dentro de un contexto totalmente impune, incluso inocente, y, por tanto, no existía el riesgo a la censura o  a la recriminación. Con euforia contenida por lo bien que se estaría desarrollando el plan, respondería:

 

-El director de la obra nos ha dicho que haremos de dos amigos que sienten algo muy especial el uno por el otro y… bueno, ninguno de los dos tiene claro cómo enfocar ese hondo sentimiento…

 

-¡¡¿Qué cojones acabas de decir?!! -gritaría, furioso, mi padre, mientras daba una fuerte palmotada en la mesa, haciendo brincar platos, cubiertos y vasos a un palmo de altura-. Con la ira subida a su rostro y las venas y arterias de su cuello a punto de reventar, se quitaría el cinturón a toda prisa y correría hacia mí para darme una descomunal paliza. Una vez que acabara conmigo, dejándome medio muerto en el suelo, agarraría a Totó del cuello de su camisa con una mano y lo abofetearía incesantemente con la otra, gritándole entretanto: ¡Vas a pagar haber contagiado a mi hijo! ¡No se te ocurra volver por aquí en tu vida, mariposón inmundo! En cuanto a ti -añadiría, dirigiéndose a mí-, ahora mismo te largas de esta casa. ¡Y no vuelvas en tu puta vida! Me tienes harto. ¡Degenerado! ¡Golfo! Para dar credibilidad a sus amenazas, las rubricaría con algunas patadas en mi costado, que yo intentaría esquivar rodando por el salón a lo croqueta, conocida técnica torera para huir de la embestida del astado, mientras sonaban en segundo plano las sempiternas palabras de mi madre, cargadas de alarma, en este tipo de circunstancias:

 

-¡Déjalo ya, Rodrigo, déjalo ya! ¡Que lo vas a matar! A lo que añadiría entre sollozos: ¡Qué tragedia más grande! Dios mío, ¿qué te hemos hecho para que nos castigues de esta manera? ¿Qué te hemos hechooooo? -insistiría, sosteniéndose la cabeza con las manos. 

 

-Si lo llego a saber me quedo en el seminario -soltaría mi hermano el sacerdote para echar más leña al fuego-. Ahora resulta que tengo un hermano maricón. ¡Qué vergüenza de familia! 

 

Ciertamente apesadumbrado rechacé de plano la opción del teatro y los amantes gays de Teruel. 

 

No tardé ni un minuto en idear otra estrategia. Se me ocurrió la genial ocurrencia de blindar la impactante declaración bajo el amparo de un especialista en la materia. Esto me restaría una buena porción de responsabilidad, que era en definitiva de lo que se trataba. Hice pasar la escena por mi mente, quedando más o menos de la siguiente guisa:

 

Pondría carita de pena y, en tono solemne, soltaría: 

 

-Queridos padres, abuelo y hermanos, he de confesaros que llevo un mes sufriendo ligeros trastornos, digamos, hormonales, por lo que me he permitido mantener interesantes charlas con cierto psicólogo que me han recomendado. No os he dicho antes nada para no preocuparos, pero ahora que el doctor ha dado con lo que tengo, quisiera compartirlo con vosotros, para que me apoyéis como siempre lo habéis hecho. Pues bien, según afirma el facultativo, no padezco desorden alguno, esto que vaya por delante, pero ha detectado que, junto a la marcada virilidad que atiborra mi carácter hasta el punto de rezumar hormonas masculinas por cada poro de mi piel, existe una inapreciable e insignificante faceta femenina que convive en armonía con aquélla. Algo que, según afirma tajantemente, es completamente normal e incluso saludable en todos los seres vivos. Por lo visto, para que deje de padecer esta confusión que me aturde, sólo tengo que asumir este hecho sin más. Si se me ocurriera reprimir o rechazar este lado sensible de mi personalidad, correría el grave peligro de sobrellevar serios traumas en el futuro, que a la larga pasarían factura en mi comportamiento social y familiar hasta extremos inimaginables. 

 

¿Qué opináis al respecto, queridos? ¿A qué se referirá el psicólogo con eso de "lado sensible", mamá? -preguntaría a modo de introducir la primera cuña en el meollo del asunto. 

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