Hace muchos años que al llegar enero me propongo mejorar mi inglés, pero siempre encuentro una excusa para emplear el tiempo libre en otros asuntos más urgentes. Claro que luego, cuando tengo necesidad de entenderme con un guiri, lamento que mis conocimientos gramaticales de la lengua de Shakespeare no pasen del infinitivo Apache, que hablaba en cinemascope el gran jefe Jerónimo cuando discutía con el hombre blanco. Comenzar el año haciendo aquello que llevas proponiéndote toda tu vida, no deja ser la eterna ilusión de reinventarte para que te quieran más. Los compromisos a los que llegamos con nosotros mismos, cuando acaba un año y empieza el otro, son de los más variopintos. Hay quienes se compran zapatillas “running” y un pedazo de chándal tras descubrir un buen día que aquella parte del cuerpo en la que se recreaban cuando miraban al suelo ha desaparecido. O las que deciden que ya no quieren ser gordas y se proponen un plan severo para dejarle a 2008 unos cuantos centímetros de grasa y al 2009 toda la guasa que te genera una dieta de apios y zanahorias. Los hay que descubren que los chiquillos crecen y ya no te conocen, por lo que hacen votos por cultivar la vida familiar, con carácter retroactivo, cuando ya es tarde. Y, últimamente, abundan quienes buscan la ONG que más se ajusta a su conciencia para volcar todo el cariño y la solidaridad que les sobra. Por último, están los más perseverantes en los buenos propósitos: esa gran legión de adictos a la nicotina que lleva toda la vida quitándose del tabaco sin conseguirlo.
Yo he decidido que el inglés será la segunda opción del 2009, y que centraré todos mis esfuerzos a aprender a no odiar a nadie. Así como suena, a nadie. No es que se me haya aparecido la Virgen, o que haya roto con mi tradición atea y ahora siga las enseñanzas del evangelio: aquello de poner la otra mejilla, perdonar a los enemigos, etc. Tampoco me he contagiado del espíritu navideño, que sólo me afecta en la Visa y en el estómago, sobre todo si mezclo la bilis acumulada del 2008 con el turrón y el cava. Mi motivación es mucho más sencilla: lo hago para estar más guapo. Me lo ha aconsejado mi médico –que ejerce la medicina sintergética– como terapia para depurar mis neuronas y purificar mis pensamientos, erradicando de mi mente cualquier elemento contaminante. Así que, aunque tenga motivos, me he convencido de que odiar no es bueno ni para el cuerpo ni para el espíritu, porque te carga de energías negativas que corroen las vísceras y hasta te pueden matar. Ya sé que hay gente que sobrevive a esta patología cultivando una sonrisa afilada y fría, y cubriendo la piel de maquillaje para tapar las arrugas que produce la mala leche: un esfuerzo inútil, porque la fealdad que genera el odio traspasa todas las barreras cosméticas, aunque lleven la firma de Lancome, Channel o Christian Dior. Cuando me cruzo con alguien que sufre esa enfermedad imagino una infancia trágica, una adolescencia en soledad y un itinerario vital carente de besos, de amor y de ternura. Si eres víctima de un personaje de ese cariz, en ningún caso debes pagar odio con odio: es mejor la indiferencia, para que el enemigo no consiga una doble victoria. Es mejor ponerse a cubierto, soportando las maldades desde la resiliencia y afrontando la adversidad con entereza, sin dejar que quien te agrede traspase ni un milímetro la raya que limita la dignidad y el respeto hacia uno mismo. Detrás de la injusticia siempre hay actos de poder inspirados por el odio, que no por la razón, y gente fea, muy fea, por dentro. Pero también conciencias ausentes, manos cómplices y espíritus cobardes que miran hacia otro lado. Para mí son los peores, aunque ambos coinciden en tener un corazón pequeño, y los corazones pequeños, ya lo dijo alguien, “son los que más odio albergan”.
La cosa es que desde que he tomado la decisión de no dejarme invadir por los sentimientos negativos me siento very well, y cuando flaqueo acudo a los consejos de mi médico, que ahora también es mi cosmético sanador, para que me lea la cartilla. Si en el 2009 supero el curso de “Cómo vivir la vida con alegría aunque alguien intente amargártela”, prometo matricularme en una academia de inglés. O mejor, a ver si me acuerdo qué leches hice con el curso interactivo que me trajeron los Reyes Magos hace ya unos pocos de años.
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