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La tribuna

Gerardo Ruiz-Rico Ruiz / Catedrático De Derecho Constitucional De La Universidad De Jaén / Director De La Fundación Tres Culturas

Una buena educación constitucional

SEGURAMENTE no es el punto y final, sino tan sólo un punto y seguido en el conflicto que tiene enfrentados a la Administración educativa de varias comunidades autónomas con algunos padres de alumnos que han decidido plantear una batalla frontal contra la implantación de la asignatura de educación para la ciudadanía.

En efecto, es bastante probable -si no ya inevitable de hecho- que esta sentencia sólo represente el final de una etapa dentro de un largo procedimiento judicial, en el que todavía caben otras instancias jurisdiccionales específicas y superiores en el ámbito de las garantías de los derechos y libertades. Ciertamente el Tribunal Constitucional español y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no se tienen por qué sentir vinculados por la doctrina que defiende esta sentencia del Tribunal Supremo; pero no se puede infravalorar la trascendencia que tiene como interpretación del máximo órgano de la justicia ordinaria a la hora de determinar el alcance y los límites de los derechos alegados por los padres.

Aunque su contenido completo y los razonamientos utilizados no se conocen a día de hoy, el fallo que ha alcanzado esta semana el Tribunal Supremo, tras una intensa deliberación de varios días, ha rechazado claramente las tesis que pretendía hacer valer un supuesto derecho constitucional a la exención de la enseñanza de esta materia por motivos de conciencia. Al mismo tiempo niega sin paliativos la violación de derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución como la libertad religiosa e ideológica y el derecho de los padres a que los hijos reciban una formación moral y religiosa de acuerdo con sus propias convicciones.

La resolución del Tribunal me parece completamente acorde con la norma fundamental, y en lo que respecta al recurso que afectaba a nuestra comunidad autónoma, con lo que establece el nuevo Estatuto de Autonomía.

En primer lugar, del texto constitucional se desprende de una manera diáfana, y en teoría incontrovertible, que la educación es una tarea pública que no puede obviar los valores constitucionales, sino que por el contrario debe estar comprometida con la enseñanza de estos últimos, como una forma de contribuir al desarrollo de la personalidad y asegurar el respeto a los principios democráticos de convivencia. No caben por tanto ni la neutralidad ni la indiferencia valorativa en la enseñanza pública.

El Estatuto andaluz viene a reforzar esa idea con un mandamiento explícito que obliga a la Administración autonómica a promover la enseñanza de los valores democráticos para generar una conciencia ciudadana acorde con la Constitución y la propia norma principal de la comunidad autónoma.

Así pues, la implantación de una asignatura en la que se enseñen estos valores y principios es una opción perfectamente legítima desde este doble punto de vista, constitucional y estatutario. Los derechos de los padres a que los hijos reciban una formación moral y religiosa respetuosa con sus creencias y convicciones no se pueden oponer, sino que es necesario armonizarlos con el imperativo que recae sobre los poderes públicos de formar a ciudadanos y ciudadanas con una mentalidad democrática y tolerante. Entiendo que este equilibrio es perfectamente posible, siempre que no se adopten posiciones intransigentes con las que sólo se consigue el aislamiento cultural de una minoría que se resiste a aceptar aún la pluralidad ideológica implícita en la noción de democracia. Hacia esa dirección parecen apuntar los argumentos del Tribunal Supremo, el cual no ha puesto en duda la constitucionalidad de las leyes estatal y autonómicas que han creado esta asignatura, al tiempo que ha rebatido las alegaciones de aquellos que se habían practicado la insumisión contra aquellas leyes, ejerciendo un derecho a objetar que carece de respaldo en la Carta Magna de 1978.

Estoy convencido de que se necesitan ciudadanos educados en el conocimiento de nuestras instituciones políticas y en el significado de los derechos y libertades constitucionales. Se trata de una premisa ineludible para asegurar una convivencia pacífica y respetuosa con quienes piensan de forma diferente, o practican y entienden la religión de manera distinta a la de la mayoría. Pero este tipo de actitudes requieren un aprendizaje en aquellos valores constitucionales que las sustentan, sin adoctrinamientos ni proselitismo, pero con el convencimiento de que sólo con esa educación constitucional se consigue la verdadera integración de todos en el objetivo de una sociedad más justa, plural y solidaria.

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