Las autonomías

Las autonomías son una forma de ordenar y administrar el Estado y no una vía para cuartear la nación

La muerte de don Manuel Clavero Arévalo, su prominente ejecutoria pública, vuelve a traer a la actualidad algo que acaso hayamos olvidado: las autonomías son una forma de ordenar y administrar el Estado y no una vía para cuartear la nación. Que esto luego no haya resultado así en algunos casos -País Vasco y Cataluña, mayormente-, no invalida su naturaleza administrativa ni obra contra su intención primera, que es atender a los intereses propios de cada región, sin menoscabo de los intereses conjuntos. Entre estos intereses, como parece obvio, se encuentran las peculiaridades culturales y lingüisticas de cada zona, que han pasado de ser un patrimonio común de España a convertirse en un distintivo político y de clase, muy útil a la ávida grey nacionalista.

¿Se refería a esto el artículo 138 de la Constitución, cuando dice que las diferencias entre Estatutos "no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales"? Lo cierto es que, pasado el tiempo, el modelo autonómico tiende a juzgarse más por su vertiente anómala, por sus usos viciados (nación es a nacionalismo lo que hígado a hepatitis), que por el curso normal de la administración, que cabe dividir en dos modalidades: aquélla que es útil al administrado y aquélla que lo embarga con trabas y considerandos de difícil cumplimiento. Lo malo de la estragante prédica nacionalista, entre otras muchas maldades, es ésta de haber convertido un órgano administrativo en un apéndice doctrinario, con no pocas ventajas lucrativas. Uno recuerda, con desazón, aquella película de los 80, Las autonosuyas, donde se especulaba con el carácter disolvente, entre auñón, ridículo y gregario, que promovería el autonomismo en marcha. La película, por otra parte, no hacía sino dar vida a una obra humorística de Vizcaíno Casas, donde se recogían los miedos y sospechas de la España más conservadora.

Uno de los errores de cierta derecha española, cada vez más residual, ha sido el de confundir la utilidad administrativa de las autonomías con una posible disipación del alma nacional. Esta misma confusión, sólo que deliberada, es la que impele a nuestros pequeños nacionalismos a confundir al administrado con el súbdito y al ciudadano con el disidente, contrario al interés mayor de la patria. Ahora que nuestra izquierda, una izquierda pintoresca, mistérica y decimonona, también habla en nombre de Cataluña, no parece que estemos mejorando mucho.

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