Fue solo ayer, tan apenado como sorprendido al leer en nuestro Diario la noticia de su muerte, cuando supe cómo se llamaba. Hasta entonces siempre fue usted el amable hombre con el que coincidía todos los días a las cinco de la tarde en la parada de autobús del barrio de Astilleros. Usted iba hacia Santa Cruz para ejercer como sacristán y yo hacia el periódico. Y antes de subirnos al bus mantuvimos siempre una cortés disputa por ceder el paso al otro. Usted siempre ganaba, más persistente en sus educadas maneras. Las mismas maneras con las que cada Jueves Santo me atendía en los minutos previos a la salida de su cofradía, la Oración en el Huerto, cuando servidor andaba por allí para hacer la crónica. Ahora, cada día a las cinco esperando el autobús le echaré de menos. Y rezaré para que esté en paz (no lo dudo) en el cielo de los hombres buenos.

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