NUNCA entenderé la Semana Santa. No por arpía atea y renegrinada, no crean: aquí donde me ven, en toda mi frivolidad, soy una fan total del ritual. Lo que nunca he comprendido -o lo mismo he entendido demasiado bien- es ese afán de eclosión cuaresmal que trae el rebozo en la culpa, el dolor y la muerte. Que hemos escogido, como dicen, al dios equivocado, pocas veces es más visible que en esta Exaltación de la Llaga y la Penitencia. Todo un sinsentido cuando las tradiciones y creencias de esta parte hemisferio, empujadas por la inevitable inclinación del eje terrestre, proclaman lo contrario: todo nace de nuevo, los pajaritos cantan, las nubes se levantan. Llegan la luz, los helados, las amables terrazas. Imbatible hasta para hibernadores de pro como la menda. Lo gore, el masoquismo, la parafernalia, dejan de lado lo más importante: nuestra increíble capacidad para hacer lo imposible, para resucitar de lo oscuro.

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