El arte de encuadernar

Las encuadernaciones de Galván tenían algo diferente. Eran libros que se convertían en objetos de museo

El reciente fallecimiento de Antonio Galván Cuéllar es mucho más que la desaparición de un gaditano conocido y estimado, por su amabilidad y por su profesionalidad. Es, ante todo, la pérdida de una forma de trabajar, con una vocación de calidad que ya no se estila en los tiempos actuales de la posverdad y la plurinacionalidad. Porque las encuadernaciones de Antonio y de su hermano José (que continuaron el taller familiar, iniciado por su padre en 1945) estaban en la dinámica de la verdad más auténtica, que es la del artesano que se esfuerza por hacer su trabajo con las garantías máximas de perfección, con vocación de artista.

Frente a la posverdad para salir del paso, la verdad de llamar pan al pan, vino al vino, y libro al libro. Con Antonio y su hermano José, una industria modesta gaditana, familiar y artesanal, alcanzó repercusión en España y otros lugares del mundo. De su taller salían libros y documentos que quizá no fueran tan antiguos (o sí, por supuesto), pero que parecía que habían sido manoseados por el mismísimo Johannes Gutenberg el día de la invención de la primera imprenta.

Para hacer lo que él hacía, en ese taller, era imprescindible un gran amor a los libros. Sobre todo a los libros clásicos, que resisten los siglos, porque no se basan en frivolidades, ni en modas de trending topic efímeros, sino en fundamentos que valen, sin que se pierdan en el polvo del olvido. Cádiz era una ciudad de profunda tradición litográfica y bibliográfica. La cultura se unía a la artesanía, como en otros tiempos, cuando no existía Internet.

Las encuadernaciones de Galván tenían algo diferente. Libros que se convertían en objetos de museo , como si estuvieran destinados a la Biblioteca Nacional, o al palacio de algún monarca ilustrado. Pero, en muchos casos, eran libros que se quedaban en Cádiz. Quizá, cuando sus propietarios fallecieron, se reconvirtieron en piezas para anticuarios y libreros de ocasión. Todo lo galvanizado era deseo de coleccionista.

En los años de la posguerra, el amor al libro ancló en ese taller. Cádiz mantenía ilustres bibliotecas particulares. Ahora han pasado algunos a leer libros digitales, en aparatos que no resisten la comparación con el tacto de la piel, que es como la de los seres humanos y recubre la vida. Cada año Antonio Galván solía escribir un artículo en el Diario, en el que hacía su pública protestación de fe en el libro, cuando llegaba su día. Era su forma de ver la cultura. Los libros antiguos y las encuadernaciones de lujo son un desafío a la crueldad del tiempo.

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