La arrogancia peligrosa

Sin respeto por la Ley y las instituciones, el concejal de Hacienda será visto como un miope que nada aporta

Al escribir sobre lo inefable, sobre lo que uno entiende como una estupidez (supina, pero una estupidez al fin y al cabo), dan ganas de caer en la simpleza. Pero aunque quisiera, uno no puede limitarse a decir que a fulanito le faltan caramelos y quedarse tan ancho sin explicarlo. Conste que muchos gaditanos así lo pensaron sin darle más vueltas, cuando el concejal de Hacienda y Deportes de la capital, José Ramón Páez Cherra, cuestionó nuestra democracia, a raíz de la sentencia del proces, con la tranquilidad del que se hace el muerto sobre el agua. Sin vacilar, criticó al Supremo por encarcelar a los acusados por "pedir votar en referéndum". A lo mejor piensa que habría que pedirles perdón. O algo peor: algunos pensarán que también coincide con los separatistas que incitan a la revuelta contra la represión franquista (esto sí que es una falta de respeto con quienes la sufrieron en sus carnes) y con toda la retahíla propagandística del proces. Aunque esto no lo dijera, convendría que lo aclarara.

Porque ante el nuevo brote de rabia colectiva apadrinado por Puigdemont y el títere de Torra, es difícil creer que el progreso de las nuevas tecnologías irá acompañado del progreso moral. Hasta no hace mucho, así lo pensábamos. El desarrollo parecía imparable en todos los órdenes y cada vez se conquistaban más derechos. Cada década parecía el preludio de una mejor. Que los hijos vivirían mejor que sus padres parecía una obviedad. Desde la Transición y hasta que la crisis de 2008, nos las prometíamos felices con la democracia. Una fórmula parecida a la que empleó Stefan Zweig para definir la época anterior a la I Guerra Mundial, que bautizaría como la edad de oro de la seguridad, caló hondo en nuestra sociedad. El Estado ejercía de guardián de la estabilidad y los derechos al fin eran garantizados por el Congreso y los Parlamentos, que representaban la voluntad del pueblo. Pero la crisis demostró que la capa de certidumbre era muy fina. Los políticos empezaron a cabrearnos con sus escándalos y los emergentes se erigieron en representantes de la gente, sabedores de que los gobernantes perdieron su esmalte por ser vistos como unos incapaces. Todo lo que era sólido, como dijo Muñoz Molina, se derrumbó. Los extremos se tocaron y, por ejemplo, en Cataluña la burguesía separatista se alineó con los radicales para eludir su responsabilidad. Era más fácil justificar los recortes con el España nos roba, que asumir la realidad.

El falso relato ya lo conocen hasta los chiquillos. Por eso toca frotarse los ojos cuando alguien como tu concejal de Hacienda hace suya sus premisas para escupir al cielo. El problema cuando no mides las consecuencias de tus actos es que cuando te das cuenta de la realidad ya es tarde. Que le pregunten a Pablo Iglesias: que después de pasarle la mano por el lomo a los independentistas, ahora critica a Torra por su gestión de la crisis catalana. Tal vez lo mismo le suceda a Páez, porque puede que consiga, junto a los que opinan como él, que dejemos de creer en el mundo ideal, y hasta que ya no nos sorprendamos frente a los nuevos brotes de brutalidad humana. Puede que logren que dejemos de creer en el consenso y en que es posible sellar las brechas que nos separan a todos los niveles desde la razón. Pero entonces llegará tarde para comprender que con su desprecio a lo que los podemitas llaman el régimen del 78 a fin de denostarlo, sin respeto por la ley y las instituciones, sin respeto por él mismo, será el primero en ser visto, con su peligrosa arrogancia, como un miope que nada nuevo aporta la sociedad. Y esto igual ya no es ninguna tontería.

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