TRISTEMENTE, la deseada vuelta a la normalidad, que sentimos en la punta de los dedos cuando nos hablan de poder estar más tiempo en las calles y recuperar nuestras relaciones sociales, es también la vuelta a la normalidad feroz del machismo. Ahora que la ciudadanía va recuperando de forma paulatina su libertad, la violencia de género repunta de manera horrenda porque el machista, nuevamente, ve peligrar su control sobre esa mujer que considera de su propiedad. Si bien tapada por el fragor de la pandemia del covid-19, la pandemia de la violencia de género siempre ha estado ahí, más o menos latente, esperando volver a saltar a la primera página de los noticieros con su envolvente de horror: violencia psicológica o física; violencia constante de curso lento o violencia de arranques súbitos que conduce al asesinato; violencia omnipresente, en cualquier caso, que inunda las vidas de las víctimas de un pánico diario; violencia que se ceba contra las mujeres y sus hijos. En las últimas semanas, la frecuencia inusitada de los asesinatos nos golpea como sociedad convirtiéndonos, de algún modo, en cómplices de esta lacra: algo estaremos haciendo mal, muy mal, si no somos capaces de frenar esto.

Todos los crímenes son execrables. Todos. Pero lo son más si se realizan con premeditación, crueldad e iniquidad. Y no puedo imaginar crimen más cruel e inicuo que el de matar a niños inocentes, sin razón ni justificación alguna, simplemente porque con ello se consigue infligir a la madre el mayor dolor posible, un dolor insondable y vitalicio que, desde luego, deja a la muerte reducida a la condición de pena inferior. Curiosamente, la muerte pasa a ser deseada por la madre para acabar con ese dolor, su vida se convierte en algo perpetuamente insoportable. La violencia vicaria es la cuadratura perfecta del terrible círculo trazado por el hombre violento en torno a su pareja o expareja. En su escalada de horror, el maltratador cosifica a la madre y a los hijos y acaba convirtiendo a estos en instrumentos de su plan, en meras herramientas útiles para conseguir un fin mayor: hundir, destrozar y anular a su madre.

Cuando esto sucede nos preguntamos atónitos ¿cómo es posible que alguien mate a sus propios hijos con tal de hacer daño a su madre? ¿En qué momento el amor se convirtió en odio? Realmente, nunca hubo amor verdadero. Pudo haber entusiasmo, deseo, orgullo, apropiación u obsesión, pero no amor. Lamentablemente, no estamos en una sociedad que eduque a los individuos emocionalmente, que ayude a la identificación y el control de las emociones propias y ajenas. En la mayor parte de los casos, esta es la primera trampa en la que cae la mujer maltratada: se la induce a confundir el amor con otras cosas, olvidando que por amor se da la vida, pero, por amor, esta nunca se quita.

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