El sistema electoral norteamericano es muy extraño, y quizá eso explique el desbarajuste en el recuento de votos que hemos visto estos días. Para empezar, en EEUU no existe el DNI obligatorio, así que los requerimientos para acreditar la identidad son muy variados. En la mayoría de los estados se puede votar con el carnet de conducir (que lleva foto), pero en otros muchos basta con la tarjeta de la Seguridad Social, que no la lleva. En Colorado se puede votar con una licencia de piloto. En Alaska basta con una licencia de pesca. En Arizona sirve el seguro del coche y en Delaware el cheque de la paga semanal. En Texas se puede votar con el permiso de armas. En Virginia Occidental se acepta la factura de la electricidad. En New Hampshire -y en otros estados- basta que un miembro de la mesa electoral identifique al votante como residente para que éste pueda ejercer el voto. Tengo un amigo en Pensilvania que fue a votar hace años y se encontró con que alguien que supuestamente se llamaba igual que él ya había depositado el voto.

Y por si fuera poco, se suele votar en lugares insólitos para nosotros. En la ciudad de Pensilvania que conozco -Carlisle-, los colegios electorales se hallan en el local de ensayos de la banda de jazz, en un centro cívico, en la Iglesia Episcopal, en la Iglesia Baptista, en la Iglesia Baptista de la Gracia y en la Segunda Iglesia Presbiteriana. Son cosas que sólo se entienden si tenemos en cuenta que la democracia americana nació en 1776 y que hay normas que han cambiado muy poco en todos estos años. Hay gente que se burla del sistema electoral norteamericano -con razón-, pero convendría recordar que el concepto de "voto ciudadano" apenas existía en Europa cuando los norteamericanos ya participaban en las elecciones presidenciales.

Por eso resulta curioso que haya tanta gente en España que se ponga furiosa con Donald Trump y su forma rufianesca y despótica de ejercer el poder, pero que en cambio se quede asombrosamente muda ante los atropellos que se cometen en nuestro país con los derechos ciudadanos. El último atropello, por ejemplo, es la supresión del castellano en las escuelas de Cataluña o la nueva ley que instaura una especie de censura gubernativa contra la "desinformación". Ni siquiera Trump se habría atrevido a llegar tan lejos, pero aquí, claro, nos quedamos calladitos.

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