Son terribles, asustan, suenan con ecos infinitos, pero al final resultan ser como aquel eterno fantasma de Canterville que era incapaz de dar miedo: son inoperantes. Las voces desde el otro lado se imponen en las multinacionales que eligen la máquina, el robot supuestamente inteligente, para comunicarse con sus clientes. Al otro lado, por lo general, no hay una persona que escuche una reclamación, una avería o un problema. Y si lo hay, primero hay que pasar por unos cuantos filtros automatizados a los que hay explicar, despacio para que la máquina lo entienda, los detalles de la queja. Así les va bien. Que el cliente dialogue con una máquina es una magnífica criba que desmoraliza al más pintado. Y si la reclamación persiste, se recurre al martirio chino de pasear telefónicamente al ciudadano por todos los departamentos de la empresa que, ¡oh, casualidad!, no tiene nada que ver con el problema.

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