Violencia extrema

Decir que alguien infesta las calles y que sean tus propios padres y por pensar distinto es de una violencia extrema

Las comparaciones son odiosas, pero uno de los vídeos más violentos que hemos podido ver de los disturbios catalanistas, con el máximo respeto para los gravemente heridos, es el de un chico embozado hablando tranquilamente. Estremece. Viene a decir que, aunque él está allí, luchando por el independentismo, sus padres «tienen una mentalidad de derechas y fascista». Naturalmente, sus padres no son fascistas, más allá de la caricatura deshumanizadora de la izquierda radical que ha convertido «fascista» en una palabra que significa «todo aquel que se atreva a no pensar como yo».

Es terrible observar en carne viva y embozada que la ruptura de la sociedad catalana ha alcanzado no sólo a los centros de trabajo o grupos de amigos, sino también a las familias, y mucho más allá de los cuñados, campo natural -al fin y al cabo- de discusión. Ha roto la relación más íntima que existe, la de los padres con los hijos. Cuando la confrontación política cruza esa línea entramos en el campo de la tragedia. Literal y literariamente, como vieron los grandes trágicos griegos que situaban sus conflictos políticos y religiosos en la familia, como la de Edipo y la de Eteocles y Polinices. El Génesis empezó aún antes.

Todavía lo más violento estaba por venir. Ese muchacho, al que sus padres, al día siguiente, pondrán el desayuno, añadió: «salgo a la calle para que gente así no siga infestando las calles». El nacionalismo muestra ya uno de los rasgos más estremecedores de los totalitarismos de todo tiempo. Está poniendo a los hijos a denunciar a sus padres sin piedad ni temblor. Si alguno aún tenía dudas de lo que supone el nacionalismo, ese muchacho debería disiparlas de un manotazo. Están pasando cosas más sensacionalistas y noticiables, pero quiebras más profundas y repugnantes como la que muestra ese vídeo, no.

Lo que no quiere decir que hayamos de perder la esperanza, como espero que no la pierdan nunca sus padres. A diferencia del muchacho, seguro que ellos no quieren que él deje de andar libremente ni de pensar con responsabilidad y autonomía. Ojalá les llegue mi artículo para que les alcance mi abrazo. Porque, pasado el sarampión totalitario, su hijo comprenderá que no hay patria más sagrada que un padre y una madre ni mayor don que la libertad. Ahí reside nuestra fe: cuando la ideología se enfrenta a la fuerza de la sangre y la verdad, aunque de terror, está abocada al fracaso.

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