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Rafael Padilla

Víctimas incómodas

IMAGINEN que en cualquiera de las mezquitas que proliferan en Occidente se produjera el ataque de un grupo de cristianos fanáticos -haberlos los hay- con la consiguiente matanza de cuantos en ese instante participaran del culto. No me cabe la menor duda de que la noticia produciría una verdadera conmoción internacional. Abriría, por supuesto, todos los informativos, enardecería la belicosidad de las masas correligionarias y colocaría al mundo al borde de una gravísima crisis política y hasta militar. Por mucho menos -el problema del velo, el discurso del Papa en Ratisbona, las caricaturas danesas- hemos vivido situaciones realmente complicadas, en las que la diplomacia tuvo que emplearse a fondo para evitar un desastre.

Pero, cosas de esta época nuestra de claudicaciones, hay muertos y muertos. Y a los que se les arrancó el alma el pasado domingo en la catedral Sayidat al-Nejat de Bagdad no les resta ni tan siquiera el tributo póstumo de la indignación. Desconocemos, incluso, su número exacto (parece que en la masacre perecieron cincuenta devotos cristianos, en su mayoría mujeres y niños, además de dos sacerdotes), una cifra que paradójicamente fluctúa en las rutinarias informaciones que, casi con desgana, nos ofrecen la práctica totalidad de medios. Son víctimas incómodas, las enésimas de una persecución que no cesa en Irán y en Iraq. Para el progresismo reinante, ellas, junto a las silenciadas de la crueldad anticristiana en China, constituyen un precio justo, irrisorio aún, a pagar por los desmanes que, en nombre de Cristo, se perpetraron en el pasado. Son, por otra parte, daños colaterales y asumibles de esa utópica Alianza de civilizaciones que se complace en ceder, aquí, lo que haga falta, y en consentir, allí, cuantos desprecios, vejaciones y crímenes apetezcan al inamovible, presunto e hipotético aliado.

El caso de Iraq es especialmente doloroso porque la fe cristiana se estableció en esas tierras hace dos mil años, mucho antes del nacimiento de Mahoma (en su liturgia se usa el arameo, la lengua de Jesús), y se asentaba en una comunidad relativamente numerosa que está siendo ahora concienzuda y sistemáticamente expulsada o aniquilada.

No llego a entender por qué la menor demanda del Islam (recuerden el episodio chusco de la discoteca) ha de ser escrupulosamente atendida por nosotros y, al tiempo, tenemos también la obligación de disimular o disculpar sus desvaríos, coacciones y orgías de sangre. Insultan mi lógica, quizá políticamente incorrecta, versiones tan dispares del mutuo respeto exigible. A uno, que cree firmemente en el valor de toda vida y en el avance innegociable de la libertad, le repugna tanta asimetría. Y seguirá gritándolo, aunque incordie al falso buenismo y a la estulticia de quienes, con tal de derribar la cruz, diríanse dispuestos a regresar en la Historia y a encumbrar las incoherencias, a veces asesinas, de otros credos.

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