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Cuarto de Muestras

Veranos de infancia

Los veranos de la infancia son los veranos de las primeras lecturas

Los veranos de la infancia son todos largos y distintos. La ropa se nos queda pequeña de un año para otro y los sueños también. La bicicleta una vez conseguida ya no importa tanto y, de repente, se vuelve indispensable una colchoneta hinchable de esas que ahogan a tanta gente según madre, o su versión actualizada, las tablas de surfeo en todas sus versiones caras y baratas. Los veranos de la infancia son los únicos veranos verdaderos en los que el tiempo no existe y aprendemos a administrar nuestro aburrimiento para toda la vida. Quien no lo consiga, malo.

Los veranos de la infancia tienen su sabor a batido y a polo con forma de cohete de esos que dejan la boca teñida y la mano pringosa porque no da tiempo a comértelo sin que se derritan primorosamente, desangrándose gota a gota. Los veranos de la infancia huelen a pimientos asados, a alga seca en la roca, a antimosquitos, a pellizco de cangrejo y a calor, porque el calor deja un olor reseco, a paja, a campo agostado, a higuera dulce, a avispa atontada por el sol. Los veranos de la infancia suenan a grillo y a chicharra y canción del verano y a silencio de siesta a oscuras. Los veranos de la infancia serían un perfecto inicio a la vida contemplativa de no ser por esa inquietud infantil que te hace tener la cabeza volandera y no estar nunca donde estás.

Los veranos de la infancia tienen algo de descubrimiento pequeño de nuestro propio cuerpo. Del cuerpo de los demás. Aprendemos a no gustarnos por comparación y a mirar embelesados lo distinto, lo nuevo, lo adulto de otra manera. También descubrimos palabras que no se dicen. Los veranos de la infancia son los veranos de las primeras lecturas no impuestas. De los primeros sonrojos involuntarios. De los primeros pensamientos sombríos. De las primeras casualidades que nunca son casuales como comprobamos después. Los veranos infantiles tienen algo de espejo en el que mirar nuestra perplejidad, en la orilla de la playa, mar adentro, a la ribera de un río o en medio de la carretera cuando parece reblandecerse, hacerse carne humeante que adormece como un narcótico.

Los veranos de la infancia no tienen memoria, la construimos después. Acaso una imagen de un instante, un olor, un acontecimiento que en su día fue grande y sólo tu recuerdas. Cuando crecemos, el verano es sólo un espejismo. Su mayor esplendor es ver a los niños disfrutar, ajenos a su belleza, la iniciación a la vida.

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