Corren malos tiempos para la calma, no digamos ya para la lírica. En este mundo acelerado, donde un clic lo domina todo, la inmediatez se paga a precio de oro mientras la pausa y la reflexión no cotizan y apenas se sostienen entre prisas y empujones. El hombre, desde siempre, ha perseguido la velocidad. Su evolución ha ido pareja a los avances tecnológicos que han ido facilitando la vida pero que también la han acelerado. Aquel ya arcaico y entonces veloz telegrama es hoy casi pieza de museo al lado del complejo entramado de mensajes instantáneos que recibimos cada día; o al lado de esa virtual nube de capacidad infinita en la que ahora guardamos tantos recuerdos, fotos y cartas, que ya no envejecerán con polvo en una caja de latón. La velocidad se impone, incluso en un coche por encima de lo razonablemente aceptable, y se olvida que en exceso mata cuando se pierden el sosiego y el control.

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