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La tribuna

Bernardo Periñán Gómez

Universidad pública, Universidad privada

SI atendemos al dato recientemente conocido según el cual la matriculación de alumnos en las universidades privadas subió el año pasado en torno a un 3 por ciento, mientras que el número de nuevos estudiantes en las públicas bajó un 2 por ciento en el mismo periodo, cabe hacer una reflexión inicial: las universidades de iniciativa privada se abren paso con fuerza en España, mientras que las públicas viven un ligero declive. La oportunidad de la noticia es obvia, publicada precisamente en una época del año cercana al final del curso en la que los alumnos de Bachillerato deben decidir acerca de su futuro próximo. Ello incluye elegir no sólo qué estudiar, sino también dónde hacerlo, al menos para una parte del alumnado que cuenta con el suficiente respaldo económico para abandonar la residencia familiar en busca de otros aires.

A juzgar por las estadísticas, la oferta de la Universidad privada resulta cada vez más apetecible, si bien es verdad que este tipo de instituciones han proliferado sensiblemente en los últimos años mientras que el número de universidades públicas no ha variado en el último decenio. Por otra parte, bajo la denominación de Universidad privada entran en España instituciones de muy diverso origen, lo que cubre un amplio espectro de intereses y fines vinculados a la educación superior, desde instituciones religiosas a otras con clara vocación de negocio. También se incluyen bajo ese paraguas entidades de muy distinto nivel académico; es decir, con muy desiguales equipos humanos y materiales, que es lo que distingue a una buena Universidad de la que no lo es. No olvidemos que la Universidad no puede limitarse a la transmisión de conocimientos o la inserción laboral de sus egresados, pues su verdadero rasgo distintivo es ser origen de nuevos saberes; es decir, ser centros de investigación. En el terreno de la formación estrictamente considerada, sin investigación, existen otras instituciones que no son ni tienen por qué ser universidades.

La investigación es a todas luces el rasgo diferenciador de las grandes universidades del mundo que, consecuentemente, son las que ejercen una mayor influencia en el desarrollo social a largo plazo a través de las personas que en ella trabajan y se forman. No todo es cuestión del número de alumnos. Por ejemplo, la que pasa por ser la Universidad más importante del mundo, la Universidad de Harvard, tiene apenas 20.000 alumnos entre Grado y Postgrado, pero lidera los ranking de investigación y de inserción laboral un año tras otro. Cada año recibe aproximadamente cinco veces más solicitudes que el número de plazas disponibles para estudiar en ella y tiene actividades en 125 países del mundo. Por cierto, es una Universidad privada y más antigua que los propios Estados Unidos de América.

En nuestro país, por el momento, la balanza en este sentido cae del lado de las universidades públicas. Se estima que la formación de un profesor universitario requiere diez años, como mínimo, una vez que se han culminado los estudios de Licenciatura; por otra parte, la inversión en infraestructuras de investigación -bibliotecas, equipos y laboratorios- es muy costosa y sólo produce efectos a medio o largo plazo. En este ámbito, la mayoría de las universidades privadas tienen aún mucho camino que recorrer y han de invertir muchos recursos en personal docente e investigador, a menudo los grandes olvidados del sistema.

Puede decirse que una buena Universidad es la que consigue no sólo exportar alumnos, sino también profesores, a quienes su sello de calidad hace diferentes del resto. Por otra parte, y como es lógico, para el éxito de la enseñanza universitaria es crucial que los docentes sean los mejores, pues no tendría sentido que esta carrera profesional fuese elegida solamente -como a veces sucede- por quienes están armados de una vocación a toda prueba o -lo que es aún peor- por aquéllos que ven en la Universidad un refugio en el que vegetar. Con una carrera docente universitaria profesional y atractiva se lograría que los mejores alumnos de hoy fueran los profesores -es decir, los docentes e investigadores- del mañana.

Si en el futuro se producen las adecuadas inversiones en la Universidad privada habrá verdadera competencia entre éstas y las públicas, lo que afectará a los estudiantes, pero también a los profesores, como es propio de las universidades modernas. Que ello es sano no ofrece a día de hoy discusión ninguna y redunda en beneficio de la sociedad, necesitada del dinamismo que proviene de la lucha por ser mejores. En otros ámbitos, como el de la enseñanza no universitaria y la sanidad, por ejemplo, la balanza cae a menudo del lado privado. ¿Ocurrirá lo mismo respecto a la Universidad? Los responsables políticos y, desde luego, las propias universidades públicas tienen la respuesta. Desde ambas instancias han de preservarse los valores de la enseñanza pública superior o, lo que es lo mismo, el acceso de los ciudadanos al conocimiento como garantía de la igualdad de oportunidades.

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