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La tribuna

eduardo Moyano Estrada

UE: un proceso complejo y singular

HAN pasado treinta años desde la firma del tratado de adhesión de España a la UE. Es una buena ocasión para reflexionar sobre el estado actual del proceso de integración europea, aunque no sean tiempos fáciles para analizar con objetividad dicho proceso. Los problemas económicos y financieros que afectan a gran parte de los países de la Unión adquieren una importancia y una urgencia tales en la preocupación de la ciudadanía que se superponen a todo lo demás. La indudable magnitud de la crisis está provocando una profunda desafección de los ciudadanos, haciendo caer a mínimos históricos la confianza en las instituciones comunitarias.

La última encuesta de Eurostat muestra que, en la mayor parte de los países europeos, son más los ciudadanos que desconfían de la UE que los que confían en ella, algo que nunca había ocurrido desde el comienzo del proceso de construcción europea. Lo llamativo es que la mayor desconfianza no sólo se produce en los países más afectados por la crisis, como Grecia (81% desconfían), España (72%), Irlanda (58%) o Portugal (57%), sino también entre los alemanes (59%) o franceses (56%). La confianza en la UE está en los niveles más bajos. Sin embargo, lo paradójico es que también es mayoritaria la opinión de que dentro de la UE se está mejor que fuera. Puede deducirse de esos datos que la mayoría de europeos no cuestionan la existencia de la UE, pero sí su funcionamiento, que perciben complejo y poco eficiente.

La verdad es que de la UE recibimos imágenes dispares y contradictorias. Por un lado, tenemos la imagen de una institución alejada de los ciudadanos, que toma decisiones que muchas veces no entendemos y que se encarga de fustigarnos con el látigo de los ajustes y los recortes presupuestarios. Pero, por otro lado, tenemos también la de una UE que concede importantes ayudas económicas (como las agrarias y pesqueras), que impulsa las inversiones en infraestructuras y equipamientos (como autovías, trenes de alta velocidad…), que promueve programas de intercambio cultural y científico (como el programa Erasmus), que impulsa programas de cooperación interregional (como Interreg) o que incluso está sirviendo de garantía para defender los derechos sociales de los ciudadanos europeos (como ha ocurrido con algunas sentencias del Tribunal de Justicia de la UE, en relación con los desahucios).

Ambas imágenes reflejan lo que es hoy la UE, un proceso marcado por dos rasgos: singularidad y complejidad. Es un proceso "singular" porque no tiene parangón en el derecho internacional, de tal modo que no es posible compararlo con otras experiencias de características similares, porque no existen. La UE se define más por lo que no es que por lo que es: no es una estructura federal de estados; no es una confederación, y tampoco un sistema de cooperación intergubernamental, aunque tiene un poco de todo ello. La UE es, además, un proceso "complejo", ya que funciona a varias velocidades y con lógicas políticas que no afectan por igual a todos los estados miembros. Por ejemplo, la UEM (zona euro) afecta sólo a 17 estados, y el control fiscal y presupuestario sólo es ejercido sobre los gobiernos de los países que decidieron adoptar la moneda única. No hay política común en educación ni sanidad, ni tampoco en política exterior o migración, sino acuerdos de cooperación intergubernamental.

A esos dos rasgos habría que añadir el de las limitaciones presupuestarias de la UE. Es importante señalar que el presupuesto económico común representa un insignificante 1% de la riqueza agregada de los 28 estados miembros (pensemos que en los países desarrollados de nuestro entorno el gasto público gira en torno al 40-50% de la riqueza de cada país). Esto significa que el bienestar de la población europea en general, y de la española en particular, sólo en una pequeña medida es responsabilidad directa de las políticas comunes de la UE.

Ni la calidad de nuestro sistema sanitario o educativo, ni la calidad de nuestros servicios sociales, ni el buen o mal funcionamiento de los servicios públicos, ni los problemas de desindustrialización que sufren algunas regiones europeas, ni nuestras altas tasas de paro… son responsabilidad de la UE, sino de nuestros gobiernos nacionales o regionales. Es verdad que, dentro de la UEM (zona euro), los 19 gobiernos de los países de la moneda común están obligados a cumplir determinadas normas en materia de gasto público que, al final, tienen efectos sobre sus presupuestos nacionales. Pero al no ser todavía una política plenamente común, esas normas no son resultado de decisiones que toma la Comisión Europea, sino de los acuerdos que adoptan los gobiernos nacionales en el marco del Eurogrupo (ministros de Economía y Finanzas de la eurozona).

En definitiva, la UE pone a disposición de los gobiernos nacionales recursos económicos (en forma de fondos) e instrumentos normativos (reglamentos y directivas) para acompañar en los correspondientes países la aplicación de las respectivas políticas públicas. Hay países en los que sus gobiernos saben aprovechar esas oportunidades mejor que otros, al tener el acierto de completar las políticas europeas con eficaces políticas propias en pro del bienestar de sus ciudadanos. Sin embargo, hay otros en los que los ingentes recursos que llegan de Bruselas son oportunidades perdidas.

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